“Dios no envió a su Hijo para condenar, sino para salvar el mundo”
Con estas palabras Jesús le explica a Nicodemo la razón, el motivo, la finalidad de Dios al enviar a su Hijo al mundo. Dios nuestro Padre, sabía lo que había sucedido en los siglos anteriores a la venida de Jesús, incluso con su pueblo elegido, el pueblo de Israel. La primera lectura nos hace un recuento de esa historia: cómo Dios, por medio de los profetas, había siempre orientado a su pueblo, le había mostrado el camino a seguir; pero una y otra vez, el pueblo no escuchó la voz del Señor, hasta que llegó esta enorme catástrofe de la destrucción de Jerusalén, de la ciudad y de su templo. Un momento impresionante de la vida del pueblo elegido. Sin embargo, a los setenta años de esa destrucción, Dios mueve a la benevolencia para su pueblo al emperador Ciro, rey de Persia, para que favorezca la reconstrucción de Jerusalén y de su templo y así sucede. Cinco siglos antes de la venida de Jesús.
Después de esa experiencia tan dolorosa, –pero al mismo tiempo, para la generación siguiente, tan esperanzadora de la reconstrucción– fueron cinco siglos en que el pueblo daba a veces respuestas positivas, generaciones que se entregaban a vivir la alianza con Dios, pero luego generaciones que recaían. Ante esta historia, Dios decide enviar a su Hijo. Por dos razones: para que vean su amor. Dios, nos dice el texto del Evangelio en la explicación que Jesús hace a Nicodemo: “Amó tanto Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él… tengo vida eterna”. Sepa la vida. Con esto nos mostró un primer aspecto que es fundamental y que está sembrado en nuestro corazón como un instinto: saber que esta vida, al terminarse fisiológicamente con la muerte, en realidad no termina, se transforma; y que en esta vida nosotros podemos experimentar la vida que recibiremos al morir para toda la eternidad. Este es un primer aspecto fundamental por el cual Dios envió a su Hijo, para mostrarnos la trascendencia, para mostrarnos que después de la muerte hay un más allá, que es la vida con Dios.
El segundo aspecto es: envía Dios, no para condenar, sino para salvar. Para mostrar cómo se le responde a Dios en nuestras condiciones humanas. Por eso Jesús es un modelo, un camino para nosotros, porque asumió todas las limitaciones y todos los condicionantes de la vida humana, principalmente la adversidad y la injusticia. Él siendo un hombre de Dios, siendo el Mesías, siendo el Hijo de Dios, hizo el bien a cuanto pudo, a todo aquel que se le acercaba, y sin embargo, fue injustamente crucificado en la cruz. De esta manera nos muestra, la vida de Jesús, que nosotros también debemos de tener esta fortaleza para afrontar la adversidad ante la violencia y ante la injusticia; y como Jesús, no devolver mal por mal, sino devolver el bien ante el mal para vencerlo.
Jesucristo fue acompañado del Espíritu Santo, y este es el tercer aspecto. Jesús nos deja, también para nuestra salvación, la presencia y compañía del Espíritu Santo en nuestra persona y en nuestra comunidad. Por eso es que san Pablo en la segunda lectura lo dice tan claramente: “La misericordia y el amor de Dios son tan grades; nosotros estábamos muertos… Él nos dio la vida con Cristo… por pura generosidad”. Y dice más adelante: ?“Somos hechura de Dios, creados por medio de Cristo Jesús”. Es decir, en la medida en que nosotros intimamos en nuestra oración con el Espíritu de Dios, que llevamos dentro, en esa medida nos fortalecemos para afrontar, esta vida humana, con una mirada puesta siempre en la trascendencia, en el más allá; porque en esta vida terrena, el hombre desarrolla su experiencia terrena en base de su libertad.
Dios nos ha hecho para amar, y solamente el que es libre puede amar. Y allí, muchos equivocan camino. Nosotros estamos hechos para el amor, pero desde la libertad. Muchos se dejan fascinar por el mal y, ante esa fascinación, se vuelven en contra de sus hermanos, agreden, violentan y generan injusticia. Nosotros, conforme a Cristo, con la fortaleza del Espíritu, debemos mantenernos en el camino de la verdad y de la justicia; en el camino del amor, porque sabemos de la misericordia de Dios para con nosotros. Si caemos, levantarnos, si vemos a nuestro hermano que cae, darle la mano. Esa es la solidaridad de la fraternidad en Cristo.
Pidámosle, ya en esta cuarta semana de Cuaresma, al Señor, que nos dé esa apertura para que nosotros seamos como Jesús: testimonios del amor y de la misericordia en el mundo.
Apenas el viernes pasado el Papa dio una entrevista a, una periodista mexicana, Valentina Alazraki, en la que decía a propósito de México, que María de Guadalupe es madre, y que en ese amor que nos muestra, en ese cariño que nos da: “¿No estoy aquí que soy tu madre?”, debemos de aprender a ser también miembros de una Iglesia que es madre, que ama a sus hijos. Esa Iglesia somos nosotros. Y también el viernes mismo anunció que el próximo ocho de diciembre se abrirá una año jubilar, es decir, en donde se concede por bondad del pontífice todas las gracias e indulgencias –eso significa un año jubilar–, de la misericordia, de la misericordia de Dios, que concluirá el veinte de noviembre, fiesta de Cristo Rey en el 2016. Ya desde hoy, en ese anhelo de ser buenos discípulos de jesucristo, pongámonos en ese camino de experimentar la misericordia y el amor de Dios, y de aprender a manifestarlo en nuestros ambientes a todos nuestros hermanos que nos rodean.
Que así sea.
+Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla