«Envía, Señor, tu Espíritu a renovar el aspecto de la tierra»
Les saludo con afecto a todos ustedes en esta fiesta, en esta solemnidad de Pentecostés, y también a las personas que siguen esta transmisión; a todos les deseo, a mí también, que el Espíritu Santo llegue a nuestros corazones.
Hace a penas ocho días, el domingo pasado, celebramos la fiesta de la Ascensión a los cielos. Escuchábamos cómo, después de resucitado, Jesús se les apareció durante 40 días a sus discípulos, a sus amigos, y les daba ese saludo que escuchamos en el Evangelio de San Juan: «La Paz esté con ustedes». Él tenía que partir para estar a la derecha del Padre después de haber cumplido su misión, después de haber dado la vida por todos nosotros en la cruz, de cumplir la voluntad del Padre, y el Padre lo resucita al tercer día y después des unos días sube a los cielos.
Todos nosotros creemos en un solo Dios, el Dios Padre, el Dios Hijo y el Dios Espíritu Santo, y hoy es precisamente la fiesta del Espíritu Santo, la fiesta de Pentecostés. Y quiero decirles que muchas veces el Espíritu Santo es el gran desconocido. Jesús revela el rostro de su Padre y dice: «Quien me ve a mí, ve a mi Padre», y Jesús siempre está mostrando el rostro del Padre. Conocemos a Dios Padre, a Dios Hijo, Jesucristo, que es el centro de nuestra fe, pero al Espíritu Santo no, y es el que ha guiado durante XXI siglos a nuestra Iglesia, desde su nacimiento, desde el día de Pentecostés.
Hoy la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, precisamente nos narra la venida del Espíritu Santo. Recuerden ustedes que Jesús dijo: «Les voy a enviar al Paráclito, les voy a enviar al Espíritu Santo, no los voy a dejar solos», y siempre Dios cumple lo que promete. «Yo estaré con ustedes –dice Jesús– todos los días hasta el fin de los tiempos», y envía a su espíritu, al Espíritu Santo.
El día de Pentecostés, el día que llegó el Espíritu Santo, se nos platica cómo hubo un ambiente de estruendos, de lenguas de fuego que se posaron sobre los discípulos y ellos recibieron al Espíritu Santo, recibieron sus dones. De tal manera que ese día que llega el Espíritu Santo a los discípulos había mucha gente en Jerusalén. Se nos platica en esa lectura que mucha gente había venido de distintos lugares, porque había una peregrinación ese día, en ese tiempo.
Pero lo maravilloso es que los discípulos, ya con el Espíritu Santo, empezaron a hablar lenguas y todos, que eran de distintos lugares, que hablaban distintos idiomas, entendían las maravillas de Dios que hablaban los discípulos. No eran sonidos que no entendían, sino era realmente algo asombroso que todos entendían, y llegaban las palabras de los discípulos a sus corazones. ¿Y qué era lo que hablaban? Seguramente hablaban de lo que había pasado en Jerusalén a penas hacía unos días, la muerte de Jesús y la Resurrección, hablaban de lo que habían visto y escuchado, pero eran unos antes de la llegada del Espíritu Santo y otros después de la llegada del Espíritu Santo. Y así empezó nuestra Iglesia.
El Espíritu Santo siempre ha estado presente en la Iglesia, porque la Iglesia no la fundó un ser humano, la fundó Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Les he platicado cómo la Iglesia, que lleva XXI siglos, se representa con una barca. Imagínense ustedes una barca en el mar, y el mar muchas veces está tranquilo, está quieto, pero hay momentos en que en el mar hay olas, que está embravecido, hay vientos, y parece que la barca se va a hundir, pero ¿saben qué? Esta barca, que es la Iglesia, es guiada por el Espíritu Santo, y hay momentos difíciles, complicados, en la historia de la humanidad, en la historia de la Iglesia, pero la Iglesia sigue adelante.
Ha sido muy hermoso ver cómo nosotros también recibimos al Espíritu Santo desde el Bautismo, en la Confirmación; cómo el Espíritu Santo va renovando a nuestra Iglesia, aunque el Espíritu Santo no es propiedad de la Iglesia, el Espíritu Santo llega a todos lugares donde quiere, cuando quiere, en todo el mundo; el Espíritu Santo renueva la iglesia y también da seguimiento a la misión que es evangelizar.
Por eso, cuando recibimos los dones del Espíritu Santo, siempre van en función del bien común. Es importante ver en la Iglesia todos los movimientos, grupos, asociaciones que hay en la Iglesia, que son fruto del Espíritu Santo. El Espíritu Santo va suscitando también carismas en cada uno de nosotros, quien es catequista, quien está en el equipo de Liturgia, quien participa, como nos decía la segunda lectura de San Pablo a los corintios: «El cuerpo tiene muchos miembros, pero es un solo cuerpo», y Cristo es la cabeza, es el que nos va guiando, es el que le va dando, a través del Espíritu Santo, unidad a nuestro caminar.
Así es que hoy yo quiero invitarles para que sintamos esa experiencia del Espíritu Santo. El Espíritu Santo, que da sabiduría, que da consejo, los dones de la piedad, del temor de Dios, de la ciencia, del entendimiento, y también los frutos que da el Espíritu es la alegría, es la colaboración, es la solidaridad, es buscar el bien de los demás. En esta fiesta de Pentecostés termina todo este tiempo pascual, donde Cristo resucitado va llegando al corazón de muchos a través de la predicación de los Apóstoles, de las primeras comunidades.
Y también aquí en nuestra Arquidiócesis, el domingo pasado salimos como misioneros y misioneras de la Paz a tocar puertas, a tocar corazones, y a invitar para que vayamos siendo protagonistas sobre todo en el tema de la Paz, los famosos conversatorios. Ahorita que venía en procesión, antes de pasar por el claustro, saludé a gente y les pregunté qué estaban haciendo, y me decían: “estamos conversando sobre la Paz”. Hoy, durante este día, vendrán otras personas, pero puede ser una experiencia que nosotros hagamos en nuestras casas, en nuestras familias, y también nos preguntemos si vamos siendo misioneros, misioneras, si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo.
Así es que el Espíritu Santo guía a la Iglesia y nos guía a todos nosotros. Que sea una bella experiencia de recibir al Espíritu Santo en nuestro corazón, que seamos conscientes y que también lo mostremos a través de nuestra palabra y también de nuestras obras. Así sea.
+José Antonio Fernández Hurtado
Arzobispo de Tlalnepantla