“¿Quién es el que vence al mundo?”
Esta pregunta que plantea la primera carta del apóstol san Juan, la hace consciente de tener la respuesta, porque ya en su evangelio, nos había transmitido que Jesús les había confiado a sus discípulos que él había vencido el mundo. ¿Qué significa vencer el mundo? Vencer el mundo, se los explicó Jesús a sus discípulos en la Última Cena, es dominarlo para el amor; vencer el mundo significa vencer al mal; vencer el mundo significa manifestar la misericordia de Dios, el amor, para que todo ser humano, a su vez que es imagen y semejanza, transmita también la misericordia de Dios a su prójimo. Eso es vencer el mundo.
Sabemos, por nuestra propia experiencia y también por lo que pasa en el mundo, que todavía no ha llegado ese momento en que podamos decir: se ha cumplido el proyecto de Dios. Todavía está en un proceso esta lucha entre el bien y el mal. A veces da la impresión de que avanza más el mal que el bien, sin embargo, por eso les dijo Jesús, no tengan miedo, confíen en mí. Yo he vencido el mundo. Él en su persona lo venció y así constituyó la base, la piedra fundamental para que todos sus discípulos también venzan el mundo. Eso es lo que nos quiere decir el apóstol en este trozo de la carta que se nos ha transmitido como segunda lectura. Por eso dice: “Todo el que ha nacido de Dios, vence al mundo”, y nuestra fe es la que nos ha dado la victoria sobre el mundo, sólo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios, ese vence al mundo.
Para esta victoria –para seguir a Jesucristo– es entonces indispensable la fe. La fe es precisamente creer en algo que no vemos pero que lo aceptamos, le damos crédito, por quien nos lo dice; porque confiamos en la persona que nos lo dice. En este caso Jesucristo. Él, una vez que ha vencido a la muerte, ha resucitado al tercer día después de haber sido injustamente crucificado en la cruz. Pareciera allí –cuando lo crucificaron– que era el mal el que había vencido, pero con la Resurrección, él manifestó que venció a la muerte y al mundo; por la misericordia de Dios, por el amor que Dios tiene a sus creaturas, especialmente al hombre.
¿Cuál es el proyecto de Dios, hacia dónde debemos de tender para esta victoria sobre el mal? Nos dice la primera lectura que los primeros discípulos de Jesucristo habían creído y, “…tenían un solo corazón y una sola alma; todo lo poseían en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenían”. Este es el proyecto de Dios: que haya equidad, capacidad de compartir, solidaridad: la expresión más hermosa de la caridad.
¿Dónde se vive esto? Ciertamente no en nuestro sistema social, vemos todo lo contrario. Pero ¿dónde debemos de suscitarlo? Precisamente en la familia. ¿Cómo se mantiene una familia, esposo-esposa e hijos? Poniéndolo todo en común, teniendo un solo corazón y una sola alma. Todo lo poseen en común y nadie considera suyo nada de lo que tienen, sino que lo comparten. Este es el proyecto de Dios que se inicia en la familia; pero ese proyecto no debe de quedarse aislado, sino tenemos que formar las comunidades cristianas. Por eso es que en la Arquidiócesis tendremos esta experiencia inicial –pero que quedará para seguir adelante– de la Misión el próximo 17 de mayo Domingo de Ascensión. De las doscientas tres parroquias saldrán misioneros, de entre todas las fuerzas vivas de las parroquias, para visitar las casas, para tocar las puertas, para anunciar este proyecto de Dios y formar pequeñas comunidades que quieran compartir en la fe; para prepararnos como discípulos de Cristo y poder vencer el mal, vencer el mundo, para poder ser auténticos discípulos del Señor.
Hoy el Evangelio nos presenta cómo Jesús llega con sus discípulos ya Resucitado, y se encuentra a uno que no había creído en esta victoria sobre el mal, que se le hacía imposible. Tomás decía: “Si no lo veo, si no meto mi mano en su costado y mis dedos en sus llagas, no voy a creer”. No confió en la palabra de sus hermanos los discípulos que habían visto ya resucitado al Señor; pero sí confió en la comunidad, quería seguir perteneciendo a la comunidad de los discípulos por eso estaba allí, aunque no creía. Nuestras pequeñas comunidades, no necesariamente tienen que estar formadas de gente que tenga plena experiencia de su fe, puede ser incipiente o incluso simplemente por curiosidad.
¿Qué significa ser discípulo de Cristo y formar una pequeña comunidad? Tomás fue con los once y se encontró con la sorpresa de que Jesús se presentó en medio de ellos y vio al Señor resucitado. Así también sucede con muchos de nosotros que no creemos que Cristo está en medio de nosotros; pero que nos da la oportunidad una y otra vez –el Señor– cuando nos reunimos con los demás, cuando compartimos lo que somos y tenemos, de descubrir esa presencia, misteriosa sí pero real, de Jesucristo en medio de nosotros.
Que también cada uno de nosotros nos preparemos, porque durante este tiempo el Papa nos ha llamado a que nos dispongamos para vivir un año Jubilar, es decir una año de gracia, de júbilo, de alegría, a partir del próximo ocho de diciembre y lo hará Año Jubilar de la Misericordia de Dios. Para manifestar una y otra vez que Dios sigue amándonos y sigue esperando la respuesta nuestra; para que esa victoria final del bien sobre el mal se dé en nuestro mundo. Cuanta paciencia ha tenido el Señor, veintiún siglos después de la venida de Cristo y sigue esperando nuestra respuesta generosa.
Pidámosle al Señor en esta Eucaristía que también nosotros creamos, tengamos esa fe en que Jesús es el Hijo de Dios, que ha vencido el mal, que ha vencido el mundo y que a eso nos llama. No estamos aquí simplemente para sobrevivir, para pasar esta vida terrena buscando lo mejor en nosotros; sino estamos aquí porque Dios espera que nos unamos al proyecto de Cristo: de vencer el mal con el bien, compartiendo la fe y formando comunidad. Que así sea.
Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla