Homilía
“Profesión de fe” del R.P. Jorge Cuapio Bautista
Obispo Auxiliar electo de Tlalnepantla
Queridos hermanos y hermanas.
Nos encontramos en torno al altar, convocados, ante todo, para alabar y glorificar a Dios que ha tenido la bondad de manifestarnos el Misterio de Sí mismo, que nosotros hemos acogido en la fe que se nos ha dado como don gratuito por Él, y que hoy tenemos la gracia de compartir juntos, uniéndonos a la profesión que, de esa nuestra fe, hará hoy Mons. Jorge Cuapio Bautista, disponiéndose así, a recibir la ordenación episcopal que le será conferida con la imposición de las manos de los obispos.
Con él compartimos la misma fe y con él compartimos la misma alegría, dando gracias a Dios en esta Eucaristía. Y al hacerlo queremos también manifestar nuestra gratitud por todas y a todas las personas que desde nuestra más tierna edad supieron trasmitirnos la fe: a nuestras abuelas y abuelos, a nuestras madres y padres, a nuestros catequistas y sacerdotes y a tantas otras que, desde la sencillez, la humildad y la generosidad, nos ayudaron y ayudan a encontrar, a conocer, a amar, a seguir y a obedecer a Jesús. A todas nuestra más viva gratitud, porque Dios ha querido que el regalo de la fe nos llegara por medio de la palabra y testimonio de cada una de ellas.
Cuando pienso en estas personas de nuestros pueblos, de nuestras familias, de nuestras parroquias, viene a mi mente la expresión de júbilo de Jesús -que nos recuerda hoy la “aclamación antes del Evangelio”-, cuando lleno de gozo dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del Reino a la gente sencilla”. ¡Sí!, gracias Padre por esas personas humildes y sencillas que te conocieron y nos han ayudado a conocerte a Tí. Gracias por esos testigos de la fe.
En una lectura rápida, estas palabras de Jesús parecerían ser una crítica a la inteligencia, a la sabiduría y a la teología. Pero no es así. Porque si las meditamos bien, nos damos cuenta de que lo que con su oración Jesús manifiesta, es que la fe es una gracia, un don gratuito dado por Dios y gratuitamente recibido por el hombre. Nos revela que, conocer y confesar a Dios, es don para los sencillos; para aquellos que son capaces de ver y de reconocer la grandeza de Dios, de frente a la propia pequeñez. Por eso, los que están seguros de sí mismos, los que confían solo en sus propias fuerzas, aparecen superados en la mirada de Dios por los pequeños, por los pobres de espíritu. Éste es el Evangelio de la humildad y de los limpios de corazón. Dios opta por los sencillos, por aquellos que saben interpretar la vida y la historia como un viaje con Él, a lo largo del cual es Él quien puede educarles. Un caminar desde la conciencia de lo que somos y de lo que debemos ser, desde la seguridad de que pase lo que pase, Dios siempre estará a nuestro favor.
Pero estas palabras de alabanza y de bendición nos dicen algo más. Nos muestran a Jesús “confesando” la gran verdad: ¡que Dios es creador de todo cuanto existe, pero, también, que Dios es Padre! ¡Sí, Dios es Padre! Y lo es en el sentido más profundo y verdadero. Es Padre; Padre de bondad y misericordia. ¿Creemos nosotros esto?, y si afirmativo, ¿cuáles son las consecuencias que esta verdad revelada ha aportado y aporta a nuestra vida personal, familiar, eclesial y familiar?
Porque creer, tener fe, -como insiste también el Papa Francisco-, no significa simplemente aprender y memorizar conceptos y fórmulas. La fe es don que da vida, para la vida –y ningún concepto por sí mismo podrá nunca dar vida-. La fe es aquello que, acogido, conforma nuestro específico estilo de vida, de tal manera, que sumergiéndonos en un proceso de asimilación existencial, humilde, sencilla y cercana de lo revelado por Cristo, se logre no ser el “yo” el que viva, sino Cristo mismo quien viva en el “yo” de cada uno, para que así su luz ilumine a quienes están cerca y a los que aún están lejos.
Y para que tal proceso se haga viva y realidad, no basta conocer las verdades de fe ni solo recitar su fórmula. Porque la fe no es solo “creer en Alguien”, sino “creerle a Alguien”: creerle a Jesús. Creerle radicalmente a Él, para que la verdad revelada, asumiéndola nos transforme en Él. La fe no es una simple fórmula, sino el reconocimiento y la obediente puesta en acto de lo que el Señor nos ha manifestado con su encarnación, pasión, muerte y resurrección; y lo que nos ha enseñado con su palabra, su vida, sus obras.
Uno de los mayores problemas con los que hoy puede encontrarse la pastoral de iglesia, es la presunción que no pocos tienen de pensar que se cree, cuando en realidad ni siquiera se sabe en qué se cree creer. Un fenómeno que, en la práctica, lleva a hacer lo que algunos llaman –como dice también el Papa Francisco-, una “fe de bufet” o de “supermercado”, donde cada uno toma lo que le gusta y deja de lado lo que no le convence o conviene.
De lo que se trata, sin embargo, es, sí, de creer en Jesús, pero también de creerle a Jesús, Palabra eterna y definitiva del Padre hecha palabra y carne humana en el altar para ser alimento del pueblo peregrino. “La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios” (LF 13). “La fe no solo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, son sus ojos: es una participación en su modo de ver” (LF 18). Y el mirar así, es amor cristiano: mirar al hermano como lo mira Jesús, acercarse a él como se acerca Jesús, amarlo como lo ama Jesús.
Y es precisamente esta opción práctica la que distingue el ministerio del obispo y que dice con qué profundidad se ha abrazado el don recibido y en qué medida se está vinculado a Él y a las personas y comunidades que se le confían, pues es precisamente esta opción la que permite asumir plenamente la responsabilidad de caminar delante del rebaño libres de los pesos que dificultan la sana agilidad apostólica; de caminar en medio y detrás de las ovejas, escuchando el silencioso relato de quien sufre; sosteniendo el paso de quien teme ya no poder más, levantando al caído, alentando al desanimado, infundiendo esperanza a quien la ha perdido, y todo desde la humildad y sin presunción. Porque “los hombres deben considerarnos simplemente como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1Cor 4,1).
Al hombre de hoy, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin fin, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad o cautivo por sentimientos de náusea y hastío, le es necesario encontrarse con el rostro misericordioso de Dios, que es Padre. Le es necesario creer en Él y confesarlo, no solo con los labios, sino también en la imitación de las obras de misericordia mediante las cuales se realiza el Reino.
El reto de creer; de creer no solo en Jesús, sino a Jesús, es sin duda apasionante para Mons. Jorge y para cada uno de nosotros. Por eso, al confesar la fe hoy, al igual que los primeros discípulos suplicamos al Señor que también aumente en cada uno de nosotros la fe. Le pedimos que esta fe ilumine a los obispos y sacerdotes, para que sean pastores del pueblo de Dios con “olor de ovejas” y educadores de la fe.
Le pedimos que ilumine a los fieles laicos, para que sean testigos del Evangelio en medio del mundo. Le pedimos que ilumine a los padres de familia, para que con paciencia y valentía trasmitan testimonialmente la fe a sus hijos. Le pedimos que sea faro de luz para los jóvenes, ayudándoles a nunca perder el camino. Le pedimos que anime y dé perseverancia a quienes trabajan por los más pobres y necesitados, y que haga que nuestra experiencia comunitaria sea significativa en medio del mundo y para el mundo.
Padre Jorge, dispuesto a dejarte tomar totalmente por Jesús, confesarás ahora tu fe. Es esta la primera humildad. Es esta la humildad que Dios busca en ti y en cada hombre que afirma creer en Él. Es este el corazón que Dios busca cuando nos mira.
Al profesar tu fe, que es también nuestra fe, junto contigo ponemos nuestra mirada en la mujer creyente por excelencia: en la Virgen María. La Bienaventurada porque ha creído, porque se fio de Dios, porque hizo de su existencia un “sí” total para Dios. La Bienaventurada porque poniéndose toda en manos del Todopoderoso, permitió que Él hiciera en Ella y por Ella, maravillas.
Que Santa María, Madre de nuestra fe, con su ejemplo y su intercesión haga crecer en nosotros la alegría de caminar en la vía del Evangelio, asumiéndolo como la brújula de nuestra vida.
Sigamos las huellas de María e imitemos su fe y su caridad para que también nuestra esperanza se llene de inmortalidad. Y que sea Ella quien, con su materna ternura y segura asistencia y protección, sostenga en su ministerio a Mons. Cuapio, a su Ordinario S.E. Mons. Aguiar, a los sacerdotes, consagrados y fieles todos, guiándolos seguros por el camino hacia la verdadera y definitiva Patria, en donde finalmente contemplaremos, cara a cara, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, que ahora acogemos y abrazamos por la fe.
Así sea.
+ Christophe Pierre
Nuncio Apostólico en México