“Cristo se ofreció a sí mismo como sacrificio inmaculado a Dios”.
Con estas palabras nos descubre, el autor de esta carta a los Hebreos, que la ofrenda de la vida de Jesús es el sacrificio redentor, por el cual el Padre concede el espíritu para purificar nuestras conciencias, para que nos conduzca a las obras que dan vida y nos libere de las que dan muerte.
Antiguamente, nos dice la primera lectura, el pueblo de Israel, siguiendo las costumbres religiosas de los pueblos que le rodeaban, ofrecía a Dios, para buscar la pureza legal, la sangre de animales, queriendo con ello ofrecer la sangre como símbolo de la vida y ofrecer también algo que Dios regalaba en la misma naturaleza con la abundancia de sus siembras y la abundancia de sus rebaños. El hombre así en el pueblo de Israel, entendía que algo que recibía de Dios, se lo entregaba y que así se establecía esta relación para que se continuara la alianza de ser el pueblo elegido, de ser el pueblo que mostraría al Mesías. Llega Cristo y nos marca, por ello, una Nueva Alianza. Si bien la anterior era preparatoria, llegaba el momento en la historia a una nueva y definitiva alianza. Esta alianza ya no necesita, que le ofrezcamos a Dios, cosas que nosotros recibimos de su bondad y que son externas a nuestra propia persona; sino Jesús nos ha indicado que es ofrecer nuestra propia persona, buscando la voluntad de Dios nuestro Padre, como lo hizo Jesús, aceptando aún aquello que no nos gusta o nos da miedo, o exige de nosotros una responsabilidad que tememos no cumplirla, Cristo así aceptó del Padre la muerte en cruz, no la quería pero la acepta porque es la voluntad de Dios su Padre. Esta es la ofrenda existencial que sella la nueva alianza de manera definitiva.
Nosotros hoy en la Eucaristía, tenemos la oportunidad, cada vez que participamos en ella, de renovar nuestra ofrenda existencial, de sumarla a este sacrificio de Cristo, de hacernos también nosotros auténticos discípulos del Señor, para poder hacerlo a él presente a través de nosotros en nuestra sociedad, en nuestro tiempo.
Hoy celebramos, precisamente, la solemnidad del Corpus Christi, porque así nos damos cuenta del gran don que hemos recibido en la Eucaristía, nos damos cuenta que el Señor sigue haciéndose presente, a través de esta celebración, para bien de todos nosotros; para nutrirnos y alimentarnos de la Palabra de Dios, que alimente nuestra vida y podamos llegar constantemente, en la diversas etapas de nuestra vida y en las diversas circunstancias que nos toca vivir, nuestra propia ofrenda existencial: no sólo como personas, sino también como comunidad eclesial, como el pueblo de Dios que peregrina en esta tierra.
Esta es la razón de nuestra alegría en este día: darle gracias a Dios de esta presencia de Cristo Eucaristía, de este hermoso don que nos da para que nos nutramos como Palabra de Vida y como Pan de Vida en esta celebración, y podamos anunciar, proclamar entre los hombres, que él sigue vivo para redimirnos, rescatarnos y conducirnos al Reino de Dios.
Vamos entonces a continuar nuestra celebración, que hoy por la festividad misma, prolongamos en procesión, en recuerdo de este camino que hacemos durante nuestra vida terrestre: pero centrados en la presencia de Cristo Eucaristía que es el que nos fortalece para llevarnos al Reino de Dios. Pidámosle al Señor que nos de claridad de cuál es la ofrenda existencial que hoy le queremos hacer a él, que queremos sumarnos con él. Pidámosle que también, de esa manera, podamos ser testigos de Cristo vivo en medio de nosotros. Que así sea.
+Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla