“Mi hija está agonizando. Ven a imponerle las manos para que se cure y viva”.
Esta escena del Evangelio que acabamos de escuchar, nos narra dos historias de dos mujeres, está una agonizando y la otra en una larga enfermedad aparentemente ya sin ninguna esperanza de seguir viviendo. La primera, la niña que está agonizando, es hija de uno de los jefes de la sinagoga que se llamaba Jairo, según nos cuenta el Evangelio. Por ello los invito a pensar en esta escena con la que inicia el Evangelio. Jairo era un jefe, y los jefes, normalmente dentro del pueblo, no tienen porque irle a pedir favores a la gente, más bien la gente va con los jefes, porque tienen influencia y pueden resolver asuntos. Sin embargo vemos aquí que el jefe de la sinagoga, es decir, en el pueblo de Israel era la autoridad mas importante en una población, porque las autoridades civiles eras despreciadas, se trataba de autoridades impuestas por los romanos y no eran del pueblo de Israel; entonces cuando la comunidad tenía problemas, acudía a las autoridades religiosas, al jefe de la sinagoga. Vemos entonces a un jefe que rompe ese protocolo, esa manera de proceder y va en busca de un predicador itinerante, que está siendo afamado en la orilla del lago de Genesaret, que la gente ha dicho que cura, que tiene poder para sanar a la suegra de su discípulo y a otros muchos enfermos que les ha devuelto la salud. El jefe de la sinagoga no tiene a quién acudir, su hija está agonizando, tiene fe en que un predicador de esta naturaleza pueda darle la salud a su hija, y por ello toma este acto humilde de, no obstante ser jefe, ir a buscar a alguien del pueblo, a Jesús. Esa es la escena.
Mientras pasa esta primera parte, el Evangelio nos dice que, aparece la otra mujer, una mujer que era rica pero toda su fortuna la había gastado ya en médicos y durante doce años no había podido recuperar su salud, tenia hemorragias constantes de sangre, lo cual la hacía impura según el manual de pureza ritual del pueblo de Israel. Ella se arriesga —porque no lo debería de haber hecho— a meterse entre la multitud, siendo de esa condición de impuros como los leprosos que no podían entrar en el pueblo y mezclarse con todos. ¿Por qué lo hace? Porque tiene una gran fe, porque ha escuchado también, como Jairo, que hay un predicador itinerante, a la orilla del lago, que devuelve la salud, y ella dice: si lo puedo tocar, y si no, aunque sea su manto, yo quedaré sana. Tiene una fe firme, fuerte.
Entonces vemos estos dos casos que entrelazados en una misma narración del Evangelio nos presentan, con actitudes distintas, a Jesús. La mujer logra tocar el manto, siente que se le ha secado la fuente de sus hemorragias de manera instantánea, y se retira agradecida; pero en cuanto quiere regresarse Jesús se da cuenta de que un poder ha salido, mira alrededor y dice: “¿Quién me ha tocado?” . La mujer se siente avergonzada, sabe que es ella, los demás no lo saben. Los discípulos le dicen: Maestro esto es una multitud, todos te tocan ¿por qué preguntas quién me ha tocado? Entonces aparece la mujer y dice: yo fui; yo toqué, porque busqué la salud. Jesús entonces le dice: “Vete en paz…”.
Estaban en eso, cuando de repente dice el texto del Evangelio, llegaron unos siervos del jefe Jairo a decirle que ya no molestara a este predicador, que ya no tenía caso, que lamentablemente su hija había muerto. Jesús escucha la información que recibe Jairo, se acerca él y le dice: “Ten fe, basta con que tengas fe…”, tu hija no está muerta. Y van a la casa, no obstante la advertencia de que ya murió. La fe de Jairo era una fe que no miraba más allá de un curandero a Jesús; pero no alguien que pudiera resucitar a un muerto, eso Jesús no lo había hecho en ningún momento, en ningún caso. La fe, por tanto era una fe corta, sólo pensaba que Jesús tenía capacidad de curar enfermos.
Jesús llega a la casa del jefe de la sinagoga y se encuentra con que ya están allí las plañideras, es decir, la gente contratada para llorar, dar gritos y hacer señales de dolor por la muerte de una niña de doce años, que en esa casa ha encontrado la muerte. Jesús echa fuera a los que estaban ahí llorando, gritando, y les dice: “La niña no está muerta, está dormida”. Pero se ríen de él, nadie piensa en ningún momento que Jesús pueda devolverle la vida. Echa fuera Jesús a la gente y solamente entran al dormitorio, donde estaba dormida la niña, los padres de la niña y los acompañantes de Jesús, que eran Pedro, Juan y Santiago, tres de los discípulos de Jesús. Jesús toma de la mano a la niña, le dice: “¡Talitá kum!, que significa: ¡Óyeme niña levántate!”. La niña, que tenia doce años, se levantó inmediatamente y se puso a caminar. Todos quedaron asombrados. Jesús les ordenó severamente que no le dijeran a nadie y les mandó que le dieran de comer a la niña”.
Esta es la escena tan hermosa que hoy escuchamos. Y podemos pensar también en nuestra situación hoy día. Porque casi siempre identificamos la muerte fisiológica, biológica, con la muerte que termina con todo. Y hoy en nuestra sociedad también hay muchos que parece que están muertos y que de hecho en ese momento se sienten que deben de elegir la muerte. Hoy el Evangelio nos dice que Jesús es el Señor de la vida, como nos lo recordaba la primera lectura: toda la creación es para la vida, no para la muerte. Jesús ha hecho al ser humanos capaz de vida, de generar vida, de transmitir vida, de mantener vida y de, a pesar de la muerte biológica, trascender con la vida. Esta es la autentica vida.
Hoy con tristeza, con dolor, también nosotros podemos estar como estas plañideras viendo cómo muchos jóvenes, adolecentes se quitan la vida, porque están muertos, vivos pero dormidos. Muchos adultos, ante enfermedades terminales quieren terminar su vida, ¿están muertos realmente o están dormidos? Dormidos en la fe, dormidos ciegos. Uno que está dormido no puede ver, que no ven más allá de su realidad en la que están metidos, que no alcanza a levantar la vista y contemplar que la vida es más que los contextos de adversidad que los han hecho desear la muerte. No alcanzan a ver a este Jesús que da vida, que orienta la vida, que ilumina el camino.
Hoy en la segunda lectura nos recuerda una característica fundamental para poder fortalecer nuestro espíritu, y es la generosidad. Cosa contraria de lo que también vemos hoy. Hoy el individualismo hace que la persona solamente piense por ella misma y se desentienda de lo que necesitan todos los demás. San pablo recomienda a su comunidad la generosidad, para seguir el ejemplo de Cristo que lo dio todo por nosotros y está dispuesto a seguirlo dando todo por nosotros. Cuando nosotros descubrimos y tenemos fe en que la vida nos fue regalada y que fue dada para algo, cuando descubrimos que nuestra vida tiene sentido, es precisamente cuando reconocemos que todo lo que somos y tenemos es para compartirlo. La generosidad es la característica fundamental del discípulo de Cristo. Sabe que todo lo ha recibido de Dios y por eso comparte lo que es y lo que tiene.
Como dice san Pablo literalmente en la segunda lectura: “No se trata de que los demás vivan tranquilos mientras ustedes están sufriendo. Se trata, más bien, de aplicar durante nuestra vida una medida justa; porque entonces la abundancia de ustedes remediará las carencias de ellos, y ellos, por su parte, los socorrerán a ustedes en sus necesidades”. Esta es la solidaridad cristiana. Que el Señor nos ayude a entenderla, a vivirla para que nuestra fe vaya más allá de la adversidad, para que nuestra fe nos haga mirar la trascendencia, para que con nuestra fe en Jesucristo sepamos que la vida trascienda incluso la misma muerte. Démosle gracias al Señor en esta Eucaristía y pongamos en el pan y en el vino nuestras angustias, esperanzas, nuestras alegrías y nuestras gratitudes a Dios.
Que así sea.
+Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla