“El espíritu entró en mí, hizo que me pusiera en pie”
Con estas palabras nos expresa lo que experimentó el profeta Ezequiel, cuando experimentó el llamado de Dios, para ser profeta en medio de su pueblo; una fortaleza interior propia del Espíritu. No es una fortaleza que nazca del poder someter a los demás por la fuerza, por la ley, por las armas, es una fortaleza de la comunión con Dios, viene de ahí. El profeta dice: “El espíritu entró en mi, hizo que me pusiera en píe y oí una voz que me decía”. Entonces vemos tres momentos de la experiencia del profeta Ezequiel: Experimentar esa unión de su ser con el Espíritu; tener la fortaleza física, también, para estar de pie, para levantarse, para estar preparado a ir con el pueblo al cual va a ser enviado; y tercero, tener esta capacidad de escucha, especialmente de escucha de Dios, porque él es el que lo va a enviar.
También encontramos en esta primera lectura que le dice Dios con toda claridad: “A ellos te envío, a este pueblo rebelde, para que les comuniques mis palabras… Te escuchen o no te escuchen”. Es aquí la misión del profeta: hablar en nombre de Dios, independientemente si el resultado es positivo o negativo, hay que expresar en nombre de Dios, en medio del pueblo para el que ha sido enviado, lo que Dios desea manifestar, lo que Dios desea decirle a su pueblo; y sabrán que hay un profeta en medio de ellos.
Esta última expresión nos hace ver que independientemente de las respuestas de los miembros del pueblo de Dios, estará siempre la palabra de Dios, la presencia de Dios en ellos. Esto es un gran consuelo, aunque también es doloroso saber que no todos responden a Dios; pero es un gran consuelo saber que siempre, su palabra, estará presente en medio de nosotros como testimonio del amor de Dios por nosotros. Esta experiencia del profeta Ezequiel, hoy la liturgia nos lo presenta en la primera lectura, para adentrarnos en la experiencia que tuvo Jesús al ir a su pueblo, a Nazaret, y hablarle a loas suyos, a los que lo conocían desde niño, desde adolescente, desde joven, hablarles también como profeta.
Nos dice el texto del Evangelio que quedaron sorprendidos, desconcertados. Cómo éste que se dedicaba como su padre José a la construcción, —sea en lo material físico, sea en la carpintería, pero dedicado a prácticas de manualidades, entonces lo escuchan hoy y quedan desconcertados— ¿de dónde le viene esta sabiduría? Cómo es posible que alguien en medio de nosotros, de condición obrera, de condición de un nivel de trabajo como los demás, tenga esta capacidad de dirigirnos a nosotros un discurso, un mensaje de Dios tan elocuente, tan profundo, tan sabio; pero escuchan a Jesús sin darle crédito, sin darle esa autoridad, sino simplemente se quedan en el desconcierto, en la no explicación de lo que está sucediendo. Esto nos habla de la dificultad natural que tenemos para descubrir que la presencia de Dios está escondida sutilmente en cada uno de nosotros; y también nosotros no le damos crédito a esa presencia de Dios en nuestro prójimo, empezando con los más íntimos: el esposo, la esposa en el diálogo matrimonial, los padres con los hijos en ese diálogo familiar, los amigos y los vecinos. Nunca iniciamos esos diálogos pensado que a través de ellos hay una presencia de Dios. Ustedes díganlo desde su propia experiencia; y Dios está, está ahí en el interior de cada uno de nosotros, está sembrada la huella de Dios y la presencia de su Espíritu.
Cuando buscamos la verdad, cuando compartimos lo que vivimos, nuestras experiencias, a través de esos acontecimientos Dios nos habla, Dios nos indica, Dios nos orienta, pero nos cuesta trabajo reconocer —como les costó trabajo a los nazarenos— que de una persona que es igual que yo, que tiene las mismas condiciones que yo, pueda recibir una orientación y un mensaje y una palabra que viene de Dios. Este es el misterio de la Encarnación: Dios se hace presente en la naturaleza humana, se encarna el Hijo de Dios en el Hijo de María, se hace una sola persona para unir lo que a nuestra vista, a nuestra experiencia nos parece tan imposible de poner en una relación de intimidad. Dios el todopoderoso, con el ser humano criatura que ha sido obra de las manos de ese Dios.
La relación entre Dios y el hombre, la entendemos naturalmente como una relación imposible. Cómo encontrar a Dios, cómo relacionarnos con él, cómo tener una cercanía con alguien que no vemos, sólo vemos sus obras, sus huellas; y Dios que se encarna, se encarna en Cristo y se prolonga ese misterio de la Encarnación en su pueblo, en sus bautizados, en su Iglesia, en la familia, ahí se hace presente “…para que te escuchen o no te escuchen”, como le decía al profeta Ezequiel.
Y terminamos nuestra reflexión con ese hermoso texto del apóstol san Pablo. La persona que va intimando con Dios y se va volviendo expresión de la presencia de Dios en el mundo, no está libre de tener dificultades sea de salud, o sea de sus condiciones físicas, como le pasa a Pablo, ese aguijón que nos dice que tiene en su cuerpo; le pide a Dios que lo libere como le pedimos también nosotros cuando tenemos una enfermedad, cuando estamos con un problema de salud, pero Pablo tres veces lo pidió y tres veces escuchó de Dios: “Te basta mi gracia”.
El profeta, el hombre de Dios, al que estamos llamados a ser todos y cada uno de los bautizados, a prolongar esa presencia de Dios en el mundo, no vamos a vernos liberado por ello de estas manifestaciones propias de la naturaleza humana, de sus condicionamientos como es el de la salud, el de la capacidad física, el de las situaciones difíciles morales en la relación entre unos y otros. Cuando dice Pablo: En la debilidad, en la fragilidad, sentiremos más la fortaleza que Dios nos da. Y ese es el mayor testimonio que da Jesús al morir en la cruz, y ese es el mayor testimonio que damos cuando en el padecimiento podemos seguir manifestando que el Espíritu del Señor está en nosotros.
Que aprendamos de estas páginas de la Sagrada Escritura, a ser profetas, como lo fue Ezequiel, como lo fue Jesús y como estamos llamados por nuestro bautismo, a serlo en el mundo de hoy. Que así sea.
+Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla