“Para que sepan que estoy contigo”
Así le habla Dios a Josué. Estamos escuchando estos primeros capítulos del libro de Josué en donde comienza su misión de renovar a la gran figura que sacó al pueblo de la esclavitud, lo condujo por el desierto y lo puso en frente de la tierra prometida, a Moisés, que se llamaba también Padre del pueblo de Israel.
Quiere Dios mostrarle al pueblo que su sucesor, Josué, tiene, no sólo la elección de parte de Dios sino, el apoyo pleno para ejercer su misión. Por eso le dice: “Hoy mismo voy a empezar a engrandecerte a los ojos de todo Israel para que sepan que estoy contigo, lo mismo que estuve con Moisés”. Este primer aspecto nos ayudará a reflexionar sobre este inicio escolar, en donde ustedes aquí en el Seminario se preparan para ser nuestros relevos, nuestros sucesores, para tener esa misma fuerza del Espíritu que nos da a los actuales Obispos y Presbíteros para servir a la Iglesia. Por eso es interesante que observemos cómo esta manifestación que Dios le da a Josué se realiza en un acto que actualiza la acción fundadora de Moisés como el gran profeta, el hombre de Dios. Moisés hizo pasar al pueblo de Israel por el Mar Rojo. Abrió camino entre las aguas, nuevamente Dios le concede a Josué que el pueblo pueda pasar el rio Jordán, con esa misma facilidad que lo hizo en el mar rojo, se suspenden las aguas de arriba que corren hacia el mar muerto y continúan corriendo dejando seco las que estaban en ese paso del Jordán.
La actualización de esta Pascua, ––de ahí surge el nombre de la Pascua, del paso––, hoy la tenemos no en Moisés ni Josué, sino, en Jesucristo muerto y resucitado. La actualización de esa Pascua salvífica de Jesús en la que nosotros nos apoyamos, crecemos en la fe, nos alimentamos de ella, es la Eucaristía; por eso iniciamos con una Eucaristía invocando al Espíritu Santo. Quiero también recoger de esta lectura, la última parte que escuchamos, los sacerdotes que llevaban el Arca de la Alianza del Señor se detuvieron en medio del Jordán que había quedado seco, mientras todo el pueblo de Israel cruzaba por el cauce vacío, lo que está haciendo el servicio de los sacerdotes al mantenerse con el Arca de la Alianza, es signo de la presencia de Dios en medio del pueblo y garantizar que no vinieran de nuevo las aguas ni arroyaran al pueblo y se quedan ellos en medio del rio hasta que atraviesa todo el pueblo. El ministerio sacerdotal es algo semejante, debe mantenerse al cuidado y para la protección del pueblo de Dios, cuidando que no perezca nadie, cuidando que den ese paso de la fe para descubrir la presencia de Dios en medio de nosotros. Con este significativo paso del Jordán, Josué queda, ––por así decirlo––, consagrado como el hombre de Dios para guiar a su pueblo en la conquista de la tierra prometida.
Ustedes al formarse en el seminario tienen que aprender a descubrir con una sensibilidad propia del Pastor el acompañamiento del Espíritu Santo. Es parte fundamental de su proceso formativo, descubrir lo que ahora escuchábamos que le decía Dios a Josué: “voy a empezar a engrandecerte a los ojos de todo Israel, para que sepan que estoy contigo”. En el pueblo primitivo de aquella época, duro de corazón, obstinados de mente y reacios a la acción de Dios como lo muestra toda la pedagogía de la travesía por el desierto, hacía indispensable que Dios se manifestará con evidencias que no pudieran ser rechazadas, como era el paso de Mar Rojo, las plagas, la capacidad de abrirse paso en desierto, superar las dificultades y finalmente volver a pasar el Jordán y conquistar la tierra prometida.
Hoy después de 21 siglos de la llegada del Mesías, ya estamos en tiempo de la plenitud, sin llegar al extremo de su término, sino, en el proceso de la plenitud del Reino de Dios en medio de nosotros, conocemos por Jesucristo que Dios se manifiesta a través de nuestra carne, por eso se encarnó y se manifesta con las maravillas que hace en nosotros mismos, por eso una de las grandes satisfacciones ––así la tuve yo, cuando fui rector del Seminario––, así creo que la tienen los formadores aquí presentes, es ver el crecimiento personal de cada uno de ustedes y la fraternidad que se va fraguando a través de los años de formación, como círculos fraternos de amistad que les permitirá ejercer su ministerio posteriormente en la comunión. Esta experiencia es la acción del Espíritu Santo, ya no esperen que Dios obre cosas extraordinariamente fuera del orden de la naturaleza, pueden darse, sin embargo, debemos aprender a ver con los ojos de la fe, lo que el Señor hace en medio de nosotros y en cada una de las personas.
¡El ministerio sacerdotal, fundamentalmente es una bendición y una gracia para quien es llamado al sacerdocio, si aprenden a descubrir las acciones del Espíritu Santo en sus feligreses! Si nada más aprenden a celebrar el culto, si nada más aprenden las experiencias rituales, pronto se desgastaran y perderán el sentido de su propia vocación. Sin embargo, si desarrollan esta sensibilidad de entrar al corazón humano a través del sacramento de la confesión, ––por ejemplo––, a través de la dirección Espiritual, a través de la observación de los problemas y de las situaciones que viven nuestras familias, alimentarlas en la cercanía con el Maestro y ver cómo se transforma en ellas, es entonces que podremos experimentar cómo el Señor empieza a engrandecernos a los ojos del pueblo para que sepan que Dios está con nosotros. Y esa es la dimensión que ustedes siempre deben tener en cuenta en su proceso de formación; sensibilidad, ojos de la fe para descubrir las acciones sorprendentes que el Señor hace en las personas, cómo nos transforma a cada unos en comunidad y en nuestras feligresías.
Quiero culminar con la lectura del Evangelio precisamente con la ejemplar lección que presenta Jesús para la vida de la comunidad eclesial, ¡el perdón! Ya Pedro había escuchado al Señor sobre esta necesidad de perdonar, los maestros rabinos de la época de Jesús consideraban que era suficiente perdonar cuatro veces en la vida y Pedro cuando escucha a Jesús hablar del perdón, se atreve a preguntarle: “si mi hermano me ofende ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?” Es espléndido Pedro, se va al máximo prácticamente, de cuatro pasar a siete, ––es mucho––, a veces nos cuesta pasar del uno al dos, en el perdón. Pedro cree que le va a decir el Maestro “excelente muchacho, muy bien”. No, no Pedro, hay que perdonar siempre, y ¿cuál es la clave para perdonar siempre? Es no mirarse a uno mismo sino, al otro.
En la parábola que Jesús nos pone esta tarde, vemos con claridad que aquél hombre servidor que debía muchísimo y es perdonado, está feliz, porque él ha pedido, ten paciencia con migo y te lo pagaré todo y el Rey le dice; “no te preocupes, no necesitas pagarme nada, queda saldada tu deuda”, miraba así mismo, le pareció excelente lo que han hecho con él, pero, después al salir otro compañero suyo que le debía muy poco, le dice, Ten paciencia con migo y te lo pagaré todo, pero, entonces no mira al otro, se mira así mismo, “cómo, eso me corresponde, me tienes que pagar”, porque se está mirando sólo a él, en un egoísmo sembrado.
El perdón cuando vemos al otro, sus convicciones, sus situaciones, cuando comprendemos la razón de lo que ha hecho, el descuido que haya tenido y le damos una nueva oportunidad, porque lo miramos, entonces, entendemos que el perdón lo tenernos que dar siempre, esa es la enseña de Jesús para los miembros de su comunidad y es en ella, en ese ejercicio magnifico para crecer en la sensibilidad de la acción del Espíritu Santo. Cuando perdonamos de corazón, logramos en el otro una inicial actitud de crecimiento personal, le damos una oportunidad.
Que el Señor, nos permita caminar en este sentido también al interior de esta comunidad educativa que es el Seminario, también en nuestro propio entorno familiar y en nuestras situaciones de vida eclesial. Que el Señor les acompañe y hagan el paso del Jordán, la Pascua del Señor, descúbranlo y verán que hoy comienzan a manifestarse las grandezas que Dios hace en ustedes. Que así sea.
+ Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla