Sean santos porque Yo, el Señor soy santo. Así, instruyó el Señor a través de Moisés al pueblo de Israel, y así lo repitió el mismo Jesús, que tenemos que ser como nuestro Padre celestial. De entrada nos parece algo imposible, inalcanzable… ser santos como Dios es santo; y por ello, mucho dejan de lado esta vocación para la que hemos sido creados, otros se resignan dando el mínimo del esfuerzo y contentándose: no seré como Dios, pero le hago la lucha y hasta aquí llego; y cuan pocos, que son los santos que tenemos ejemplares en la historia de la Iglesia, que simplemente han dicho sí al Señor, correspondiendo desde la libertad para seguir el camino de la libertad. Piensen cada uno de ustedes… ¿en qué posición me encuentro yo? ¿Quiero ser santo como Dios es santo? ¿Me parece imposible? ¿Inalcanzable? Tengo que hacer solamente un camino mínimo, o quiero llegar a esa plenitud para la que fui creado. Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Estamos llamados para toda la eternidad a compartir esa santidad de Dios. Esa es la vida eterna, compartir la santidad de Dios; y por eso, es que debemos ser santos. Pero ahora, vamos a ver con los elementos que nos dan las lecturas de hoy, que no es tan inalcanzable, que no es tan difícil, que depende de una actitud de nuestra parte; y que lo más difícil lo hace Dios en nosotros.
Lo primero que tenemos que descubrir en la segunda lectura de San Pablo a los Corintios, esa pregunta: ¿No saben ustedes que son el templo de Dios y que, el Espíritu de Dios habita en ustedes? Somos templos del Espíritu Santo, hemos recibido el Espíritu de Dios. Nosotros hemos recibido este regalo; y es el Espíritu Santo el que nos puede conducir por el camino de la santidad. él es santo porque es Dios mismo. Es la tercera persona de la Santísima Trinidad. Aquí empezamos a descubrir cómo el principal preocupado de que caminemos en la santidad es Dios mismo. Es el principal interesado. Va a poner todo lo que es, su misma persona (el Espíritu Santo) al servicio nuestro para que caminemos en la santidad. La santidad entonces, podemos descubrir que, no se trata de un ejercicio de voluntad. No está en mis manos ser santo. Está en manos de Dios que me participa de su santidad entregándome el don del Espíritu Santo, en mi propio corazón. Solo tengo que corresponder a ese regalo, a esa gracia, y el arte va a estar en descubrir cómo entrar en esa relación, en intimidad con este Espíritu que está dentro de mí, y que me ha sido regalado. A veces podemos pensar que la santidad se trata de ir recorriendo un camino de perfección en mi actuar, en mi conducta; eso será consecuencia de la intimidad que yo tengo con el Espíritu de Dios. Mi preocupación debe de centrarse más que en hacer obras buenas, en mi relación personal con el Espíritu Santo que está en mi interior. Entonces, como consecuencia vendrá mi conducta que será coherente con estar en comunión con Dios. Ahora, lo que también tenemos que descubrir es que el Espíritu Santo que está dentro de mí, para que desarrollemos esta amistad, esta unión con él; y yo participe de esta vida de Dios, no lo puedo hacer individualmente. No es una tarea meramente personal. Aquí es donde tenemos que tener mucha atención. Necesito del otro, de los demás para ir aprendiendo a entrar en esta relación de intimidad con el Espíritu de Dios. A eso se le llama el discernimiento. Necesitamos discernir qué es lo que está moviendo en mi interior las inquietudes que el Espíritu Santo hace que surjan en mí; y cuáles son las que verdaderamente vienen de él. Eso lo tenemos que hacer en la familia. Para eso es la intimidad entre el esposo y la esposa; para eso es la relación padres-hijos; hermanos entre sí. La familia es la primera Iglesia doméstica. O las comunidades en torno a l vida eclesial de diferente índole: las asociaciones, movimientos, grupos; espacios para compartir la fe, el seguimiento de Cristo, aprendiendo a discernir lo que el Espíritu de Dios mueve en mi interior. Entonces, podremos descubrir el por qué debemos de tratar a otro no como un enemigo, aunque él sea mi enemigo; y podremos descubrir que respondiendo a la violencia con el bien, es como podemos garantizar la victoria sobre el mal. Porque es la fuerza de Dios que está en mí. Es la fuerza del bien, porque Dios es el bien infinito.
Este es el camino cristiano que hoy la palabra de Dios nos recuerda; y nos lo plantea porque ya estamos cerca de iniciar el próximo cinco de marzo el tiempo de cuaresma que está dedicado a la purificación de mi corazón, a la purificación interior. Para disponerme a esta relación con el Espíritu de Dios. Por eso estamos aquí. Para eso es la Eucaristía, para escuchar la Palabra de Dios, entrar en relación unos con otros; y para alimentarnos del pan de la vida que me siga participando la presencia de Dios en mi interior. Cuando venimos a comulgar recibimos la presencia de Cristo el Señor. Cuando escuchamos la Palabra de Dios, la Palabra encarnada es Cristo, el Señor; y Cristo es el que anima a que aprendamos y discernamos la presencia del Espíritu Santo en nuestro interior. ésta es la esencia de nuestra fe católica. Reconozcamos este núcleo, descubrámoslo, lo demás vendrá por añadidura: conductas buenas; obras buenas; relación con los demás positiva, afable; manifestación de la misericordia. Todo viene si estamos en relación con quien es la fuente de la santidad. Y así, seremos santos.
Que el Señor nos de esta gracia, porque es una gracia de él, es un don de él. No tengamos miedo, que no sintamos lejana, distante o inaccesible la santidad… Sean santos porque yo soy santo, dice el Señor; y porque yo les regalo el Espíritu Santo a ustedes para que se preparen en esta vida y en la eterna, en el Reino de los Cielos, participen de esta vida divina, de esta vida de santidad. Que así sea.