“Vivan para agradar a Dios según aprendieron de nosotros”
Estamos iniciando un nuevo año litúrgico, se abre un nuevo ciclo, la Iglesia, conociendo al ser humano también se adapta para ayudarle a encontrar el sentido de su vida y por eso la liturgia nos presenta un ciclo, ––porque los ciclos son parte de la vida humana––; el ciclo de la niñez, de la adolescencia, de la juventud, de la madurez, de la plenitud, el de la ancianidad y de la vejez. Todo inicia con nacer, todo termina con morir. Los ciclos son fundamentales para recoger nuestra propia historia, para recuperar lo que hemos hecho en el inicio de estos ciclos y cómo llegamos a una nueva etapa, quien no recoge su memoria, fácilmente pierde el rumbo de su vida. Por ello es tan importante darnos estos tiempos de vigilancia, de alerta que se suscite en nosotros la ¡esperanza!
Cuando terminamos algo es para iniciar otra cosa, así en nuestra liturgia, iniciamos el adviento para contemplar el misterio de la encarnación en la próxima navidad, son cuatro semanas que nos irán llevando con textos de la Palabra de Dios a profundizar el sentido del nacimiento de Jesús, el misterio del Dios que se ha hecho Hombre, el Dios que teniéndolo todo se ha abajado para ponerse en el nivel y poder establecer con el hombre una relación adecuada, conveniente para entendernos.
Hoy la Palabra de Dios en la primera lectura, nos recuerda la promesa que el profeta Jeremías planteaba en su tiempo ––seis, siete siglos antes de la llegada de Jesucristo––, diciendo: “cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá, haré nacer del tronco de David un vástago santo que ejercerá la justicia y el derecho en la tierra”. Esa promesa ya está cumplida, es parte del misterio de la encarnación, ¡ese vástago, Hijo de David es Jesucristo! nos recuerda esa primera venida de Jesús y en el Evangelio escuchamos: “verán venir al hijo del hombre en una nube con gran poder y majestad” ––una segunda venida de Jesucristo en la plenitud de los tiempos––.
Nosotros no hemos estado en el nacimiento de Jesús y al menos ––así lo creo yo––, no estaremos en la segunda venida, la humanidad apenas lleva 2015 años después de Jesucristo y la creación da para mucho más, sin embargo, hay que ubicarnos dentro de esa tensión. La venida de Jesús significó la llegada del Reino de Dios, significó que Dios se hacía presente en medio del mundo y como lo dijo Jesús “Yo estaré siempre con ustedes hasta el final de los tiempos” su presencia es sutil, está escondida dentro de cada uno de nosotros, no aparece con facilidad pero es cierta, está ahí, esto es lo que explican tanto la segunda lectura como el Evangelio. Por eso San Pablo dice: “el Señor los llene y los haga rebozar de un amor mutuo hacia todos los demás”, ¡el Amor! Y más adelante nos dará su significado: “el amor significa que vivan para agradar a Dios según aprendieron de nosotros en un constante crecimiento”
¡Vivan para agradar a Dios!, cuando estamos preocupados, atentos para que con nuestra conducta alguien quede contento, ––pensemos––; en nuestra niñez, cómo muchas veces buscábamos agradar a nuestra Mamá o a nuestro Papá, o después en la adolescencia, en la juventud, buscábamos agradar a alguien que nos atraía, el novio a la novia y viceversa.
“Agradar a Dios”, significa que salgamos de nosotros mismos, el ser humano tiene la tendencia, nos dice el Evangelio: “de ser seducido por la embriaguez, los vicios y las preocupaciones de esta vida”, y sabemos que los vicios entorpecen la mente, la enturbian, meten al ser humano dentro de sí mismo de una manera irreflexiva y lo llevan a una esclavitud. Por eso debemos estar atentos a que nada nos conduzca a un vicio, es decir, atentos a no caer en algo que es dañino y luego será difícil superar.
¿Cómo podemos agradar a Dios? dice el texto del Evangelio: “estén vigilantes y hagan oración”, no significa recitar muchas oraciones vocalmente, sino precisamente; darnos un tiempo para escuchar la Palabra de Dios ––como lo estamos haciendo en este momento––, darnos el tiempo de tomar conciencia de nuestros ciclos de vida, tiempo para pensar en lo que hemos hecho bien, en dónde hemos caído y equivocado el camino. ¡Para eso sirve la soledad!, el silencio, para entrar dentro de nosotros mismos, y en ese espíritu de oración es como levantamos nuestra vista para mirar a Dios, para descubrirlo, para entender que está en medio de nosotros, para descubrir fundamentalmente que el amor es la entrega generosa de nuestro ser en beneficio de quienes nos rodean, en beneficio de aquéllos con quien hemos decidido compartir la vida. Así, como dice San Pablo “crecerá el amor y será rebosante”, entonces, “ustedes pueden escapar de todo lo que ha de suceder y comparecer seguros ante el hijo del Hombre, porque se acerca la hora de su liberación”.
Es cuando el hombre; ya no tiene miedo a la muerte, ya no le atemoriza el final de su vida porque se sabe amado; porque ha aprendido a amar, ––eso es lo que venimos a buscar en la eucaristía––, a Cristo que sea nuestra fortaleza, nuestro sostén, venimos a poner nuestra mirada hacia él para poder mirar a los demás como presencia de Dios.
Pidámosle que en este adviento nos demos esos tiempos, esos momentos, aunque sean pequeños y breves, pero que levantemos la vista y recordemos ¡vivir para agradar a Dios!, y también vivir conforme lo hemos aprendido de nuestros mayores y recogiendo de nuestra propia historia. Que así sea.
+ Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla