“La palabra que sale de mi boca: no volverá a mi sin resultado”.
Para poder captar el mensaje del profeta Isaías, él mismo nos da un ejemplo para significar la fecundidad de la palabra de Dios. Dice el Profeta en la primera lectura: “Como bajan del cielo la lluvia y la nieve y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y de hacerla germinar, a fin de que dé semilla para sembrar y pan para comer”. De la misma manera que constatamos la eficacia del agua para fecundar la tierra, de esa misma manera, dice el profeta Isaías, es la palabra de Dios, tiene esa fecundidad, esa eficacia. Sin embargo, nosotros nos podemos preguntar ¿Por qué no constatamos en cada uno de nosotros, en la experiencia comunitaria, esta eficacia de la palabra de Dios? ¿Qué está faltando?
La palabra en sí misma es eficaz, pero hay que fecundar. La palabra se dice para ser escuchada y obedecida. Cuando una mamá le dice al niño –ven para acá. La mamá espera que el niño la escuche y que vaya con ella ¿O no es así? Dios también nos habla y espera nuestra respuesta. Si el niño no obedece, la mamá le vuelve a repetir la orden, y si ni así obedece, la mamá se levanta, va por el niño y lo trae. Es un proceso que también se repite entre la relación entre Dios y nosotros. Cuando escuchamos la palabra y la ponemos en práctica, se hace fecunda. Cuando nada más la escuchamos y no la ponemos en práctica, la palabra no ejecuta su fecundidad; pero Dios nos vuelve a llamar y nos vuelve a hablar, y esa palabra está esperando nuestra respuesta. Si no hacemos caso a la palabra de Dios, entonces vamos a ver de lo que nos perdemos. Fíjense bien en el Evangelio:
Dice el mismo Jesús a sus discípulos: “Si ustedes perdonan las faltas a los hombres, también a ustedes los perdonará el Padre Celestial”. Dios condiciona su perdón a que también nosotros sepamos perdonar. Ahora les pregunto ¿Es fácil perdonar? Es lo más difícil que existe. Es fácil sonreír a quien me sonríe, es fácil ayudarle a quien me ha ayudado, es fácil convivir con quien me ama, con quien está pendiente de mí y me ha mostrado su afecto; pero aquel que me ha ofendido, que me ha herido, que me ha hecho daño, que me ha hecho llorar sin merecerlo, es difícil, es muy difícil, es muy difícil.
Y uno se puede preguntar ¿cómo tiene la fuerza una persona, como la tuvo san Juan Pablo II, para ir a la cárcel y decirle al que lo había herido de muerte en la Plaza de San Pedro, a Ali Agca, y decirle: Dios te ha perdonado, yo también te perdono? ¿Qué se necesita para perdonar? Es muy fácil: la palabra que penetre en mi corazón. El perdón humanamente hablando es cuesta arriba, es heroico; pero el perdón cuando mi corazón ha recibido la palabra de Dios, se dispone y se prepara para perdonar. En Cristo somos capaces de hacer lo que él hizo cuando estaba en la cruz muriendo, siendo ejecutado injustamente.
Dice Jesús: “Padre, perdónalos, no saben lo que hacen”. Esa grandeza de ese corazón de Cristo es, el que nos quiere comunicar, la fuerza a nuestro corazón, para perdonar. Escuchado la palabra de Dios, es decir, escuchando a Jesucristo el Señor y mirándolo, conociéndolo, suplicándole, voy a ser siempre capaz de perdonar. ¿Y Por qué esta importancia y esta insistencia de parte de Jesús a sus discípulos, a nosotros, de que debemos aprender a perdonar? ¿Saben por qué? Porque sólo, sólo el que perdona, hay que pasar por el perdón, para conocer el amor. Mientras amamos al que nos ama, es simpatía. Por eso Jesús les dijo en otra ocasión a sus discípulos: “no hay que amar nada más al que me ama, tengo que amar a mi enemigo”. Eso solamente es posible cuando dejamos que nuestro corazón sea fecundado por la palabra de Dios, y seremos capaces, seremos capaces.
Entonces entraremos en la maravillosa, en la espléndida experiencia del amor. Eso es el amor. Solamente el que ha perdonado es capaz de amar. Preguntémonos cada uno de nosotros, cuál ha sido nuestra experiencia. Cómo me he conducido en mi relación con los demás cuando he recibido ofensas, cuando he recibido heridas, cuando me han dañado, cuando me han hecho mal, cuál es mi reacción. Si mi reacción ha sido el enojo y el dejar de atenderlo o de hablarle, de relacionarme con esa persona, y de que ese enojo se queda anidado dentro de mí, me falta Cristo en mi vida, me falta. Tengo que aprender de Jesús, tengo que aprender a perdonar con la transformación de mi corazón a la luz de la palabra; dejarme fecundar por la acción de la gracia de Dios, entonces, entonces, entraré en la experiencia de lo que es Dios. Dios es amor. Entonces y sólo entonces empezaré a conocer a Dios. Por eso Jesucristo insiste tanto en el perdón, porque es la puerta para que conozcamos a Dios y entremos en intimidad con él. Y entonces sí, como dice el salmo que hemos cantado: “El Señor libra al justo de todas sus angustias”. De todas sus angustias, de todos sus miedos, de todas sus tribulaciones, de sus mismos sufrimientos. A esto es a lo que nos invita hoy la palabra de Dios. Que hagamos eco a esta palabra de Dios. Entonces seremos muy buenos misioneros, porque sabremos transmitir lo que vivimos: la experiencia hermosa, no sólo de perdonar, sino de reconocer que Dios es amor, porque hemos tenido una experiencia del autentico amor. Que así sea en todos.
+Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla