“Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes”
San Pablo nos cuenta que Jesús la misma noche que iba a ser entregado a las fuerzas del mal y de la cual se desencadenaría toda su pasión y muerte, ante sus discípulos celebró el recuerdo de la Pascua, ––la liberación de la esclavitud del pueblo de Israel sometido por el Faraón de Egipto––, transformando esa Pascua en su propia entrega que renueva la alianza de Dios con su pueblo.
Mientras que durante todo el Antiguo Testamento, el pueblo elegido, para congraciarse con Dios ofrecía sacrificios de animales y granos, de las primicias de la tierra y de los primeros corderos que eran inmolados en las fiestas del pueblo para alabanza de Dios. En el Nuevo Testamento, Cristo hace una gran transformación de la que ya no es necesario hacer los sacrificios como se venían realizando, por eso al venir a misa ya no traemos ningún animalito, tampoco traemos ninguna primicia de granos, ¡ya no es necesario ofrecer cosas externas a Dios para estar en amistad con él y entrar en comunión e intimidad con él!
Ahora Jesús nos enseña que es a través de nuestra propia persona, es nuestro ser, es nuestra vida que ofrecemos a Dios, por eso él mismo toma este camino de un sacrificio existencial, presenta su propio cuerpo ofrecido porque descubre que su Padre lo envió a este mundo, le pide que entregue su cuerpo y así lo hace. “Hagan esto en memoria mía”, con ello pide que como él, también nosotros entreguemos nuestra propia persona para realizar la voluntad del Padre.
Jesús cumple la misión que le dio su Padre, esa misión ha sido dura, extremadamente dura, porque sin haber hecho ningún mal, éste lo toca, lo afecta, lo agrede, lo violenta y le da muerte, inocentemente es llevado a la crucifixión. ¿Cuántos de nosotros y de nuestros hermanos, ––tanto en la historia como en este tiempo––, también han sido afectados por el mal injustamente?, lo acabamos de ver nuevamente en el terrorismo que se ha desatado en Bruselas Bélgica, cuánta gente es secuestrada entre nosotros, es extorsionada, es dañada inocentemente sin haberlo buscado, sin haberlo merecido.
El camino de Jesús es que hagamos también lo mismo que él hizo, ––entregar nuestra vida––, para que podamos llegar a la nueva vida, a la resurrección.
Hoy en el cristianismo ofrecemos Pan y Vino como lo ofreció Jesús en primicia de su propia persona, acepta el arresto injusto, la sentencia y la muerte que no merecía, así llega con una gran fortaleza espiritual e incluso cuando está a punto de morir exclama: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Éste es el misterio que celebramos en este día, por ello es tan solemne, es el momento culmen de la vida de Jesús que inicia en este Triduo Santo del Jueves al Domingo, el paso de Jesús por la pasión, muerte y resurrección.
“Hagan esto ustedes también, en memoria mía”, cuántas veces venimos a la misa pensando que con haber venido ya la hicimos, es decir, pensamos que ya nuestra relación con Dios quedó garantizada, sin embargo, queda un pendiente, siempre que venimos a participar de la Cena del Señor es como la de Jesús, en su primera misa, se pone a lavarle los pies a los apóstoles y les dice: “también ustedes hagan lo mismo”, pero se va más a fondo: “sirvan los unos a los otros”.
Jesús participa en esta primer Eucaristía, consagrando Pan y Vino como primicia de la entrega de su propio Cuerpo. También nosotros cuando venimos a la Eucaristía la tarea que nos queda es regresar a nuestra vida cotidiana para servir a los demás; el esposo a la esposa y viceversa; los padres a los hijos y los hijos a los Padres, los vecinos entre sí, la familia extensa, ––nuestra sociedad––. Es hermoso ver una sociedad que ha alcanzado su sentido de fraternidad, de hermandad, de preocuparnos los unos por los otros.
Para que esto suceda tiene que crecer a partir de pequeños grupos, la transformación de nuestra sociedad no puede darse como varita mágica de la noche a la mañana, tiene que generarse desde la familia y desde la buena vecindad, desde los lugares de nuestro trabajo donde atendemos a otros, en esa atención está nuestro servicio, si no lo hacemos viendo a los demás como simples clientes o como a quien tengo que atender porque para eso estamos siendo pagados, sino que lo vemos como a quién queremos servir en nombre de Cristo, ahí estamos ofreciendo nuestro sacrificio existencial, ahí estamos realizando la prolongación de la Eucaristía que nos ayudará para que seamos auténticos discípulos de Cristo.
En nuestra Iglesia diocesana con gran alegría estamos formando estas pequeñas comunidades en las parroquias para que a la luz de la Palabra de Dios crezcan y conozcan todos estos aspectos del desarrollo de nuestra fe, que por la tradición de nuestros padres las recibimos, pero no con las herramientas suficientes para ponerla en práctica y acrecentarla, es decir, nos quedamos con lo mínimo que nos pasaron nuestros padres en la fe en Cristo y con ese mínimo no garantizamos nuestra fe fraterna, con ese mínimo no garantizamos el futuro de los niños y de los jóvenes ante el doloroso y dramático momento que vive nuestro mundo, amenazado por la droga, por las adicciones, por la violencia, por la delincuencia organizada. No basta lo que para nosotros quizá si nos fue suficiente, necesitamos desarrollar nuestra fe.
Hoy díganle cada uno de ustedes a Cristo: ¡yo también seré como tú!, también voy a ofrecer mi persona al proyecto que Dios tiene pensado para mí, al proyecto por el cual me ha dado la vida, yo también quiero hacer esto que tú hiciste, en memoria tuya para que tú estés en mí y yo en ti, para que tú estés en nosotros y así podamos dar testimonio de que caminas con nosotros, de que vives en medio de nosotros.
Por eso dice San Pablo al final de la segunda lectura: “cada vez que ustedes comen de este pan y beben de este cáliz, proclaman la muerte del Señor hasta que vuelva”. Que así sea.
+ Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla