“¿Cómo es que los oímos hablar en nuestra lengua nativa?”.
Hoy al celebrar la fiesta solemne de Pentecostés recordamos aquel momento en que el Espíritu Santo bajó a los apóstoles, descendió para fortalecer su corazón y prepararlos para la misión que Jesús les había encomendado. Ese domingo de Pentecostés, cincuenta días después, por eso se llama Pentecostés, que en griego significa cincuenta. Ese día Jesús cumple la promesa que les había dado a sus discípulos de darles el Espíritu Santo. Antes de esta llegada los vemos, dice el texto del Evangelio de hoy: encerrados en la casa con las puertas bien atrancadas por temor a los judíos. La escena que hoy nos presenta el Evangelio es el primer día de la resurrección. La escena que nos presenta la primera lectura es cincuenta días después de la resurrección de Cristo. Qué ha pasado en ese tiempo en el que de manera temerosa, aterrados por lo que había sucedido con Jesucristo, se manifiestan enclaustrados los discípulos. Qué ha pasado que ahora los vemos predicando con mucha fortaleza y con este prodigio de que ellos hablaban en su lengua y todos los demás que eran de diferentes países les entendían como si les estuvieran hablando en su propia lengua. San Agustín nos explica que Dios va teniendo en la historia de la humanidad intervenciones extraordinarias así como fue la encarnación, o antes como fue el paso del mar Rojo, para que salieran de Egipto los primeros que iban a formar el pueblo de Israel. Son intervenciones especiales de Dios, extraordinarias para manifestar su omnipotencia, para manifestar que Él es Dios. Por tanto, no podemos estarle exigiendo que esos signos se repitan una y otra vez, sino que van quedando huellas del paso, de la intervención de Dios en la historia. Lo que sí es muy importante es el efecto que realizan esas intervenciones.
En el paso del mar rojo, en el paso en que se liberó a los israelitas de ser esclavos a la liberta, para ir a la tierra prometida, lo importante no era el paso en medio del mar; lo importante era formar un pueblo, constituir al pueblo elegido por Dios.
Lo importante en la encarnación no era ese momento en que se gesta en el seno de María al Hijo de Dios que se hace hombre, sino, lo importante es que a través de esa Encarnación todos los hombres somos ahora capaces de ser hijos de Dios, con el bautismo, y con el seguimiento como buenos discípulos de Cristo, pertenecemos a la única familia de Dios.
Y así también Pentecostés, lo importante no fue ese extraordinario momento de hablar en la propia lengua y que cada uno lo entendiera en la suya; lo importante es la comunión y la unidad a la que nos lleva el Espíritu Santo; y eso es lo que perdura en lo cotidiano, en lo ordinario. Las intervenciones de Dios extraordinarias son para fortalecer y orientar el camino de la cotidianidad.
Hoy celebramos Pentecostés, y lo celebramos para poder, como los primeros discípulos y apóstoles; salir de esa casa en donde estamos recluidos, de esos temores, de esos miedos que tenemos, de vivir consecuentemente a nuestra fe y de dar testimonio de ella ante los demás. Lo mismo que les paso a los apóstoles en el inicio de su misión, lo mismo nos pasa hoy en nuestros tiempos. Quién se atreve en ambientes adversos donde socialmente no es correcto hablar de Dios, a transmitir su experiencia de fe. Estos ambientes que cada día van aumentando, van multiplicándose, allí nosotros, con nuestro testimonio de fe, con nuestras actitudes cristianas debemos manifestar que Dios camina en medio de nosotros. Debemos ser testigos de que Cristo está vivo.
Eso significa Pentecostés… renovarnos en esta convicción de fe de que no estamos solos, de que también a nosotros como les dijo a los primeros discípulos según el Evangelio: así como mi Padre me ha enviado, así los envío Yo. Por eso, el Papa Francisco no habla y nos pide que seamos una Iglesia en salida, no solamente en llegar al Templo, sino en salida a los ambientes de vida; a todos los ambientes donde transitaos, donde vivimos. La fe no es solamente para nutrirla aquí en el templo, claro que así es, pero una vez nutrida, alimentada, la mantengamos en cualquier ámbito de nuestra vida.
Esta tarde, en Roma, es decir, en este momento hoy (allá ya es la tarde). El Papa Francisco está haciendo una oración junto con el presidente de Palestina y de Israel que aceptaron esta invitación en su reciente viaje a Tierra Santa; y junto con el Patriarca de Constantinopla de la Iglesia ortodoxa. Ellos cuatro están orando por la paz, por que se encuentren caminos de paz en la convivencia de estos pueblos de Medio Oriente. Pero, como bien decía el Papa, esa paz no solamente la queremos para Medio Oriente, sino para todos nuestros pueblos de la Tierra.
Unámonos en esta Eucaristía, en este momento tan hermoso, ellos en Roma, nosotros aquí en Tlalnepantla, unidos por la paz con la confianza de que el Espíritu Santo, como nos decía San Pablo en la segunda lectura, es uno, y ese Espíritu que se mueve en cada uno, nos lleva a la comunión, a la unidad y a la paz. Que así sea.