“Hermanos, si tienen alguna exhortación que hacer al pueblo, hablen”.
La Palabra del Señor, en la primera lectura hoy nos habla de una escena de la primitiva Iglesia, en donde piden a Pablo y a Bernabé, que hablen, les dicen: “Hermanos, si tienen alguna exhortación que hacer al pueblo, hablen”, con esto comienza el discurso que presenta el apóstol Pablo. Descubramos en tres puntos esenciales la enseñanza de hoy para poderla poner en práctica.
Vemos en este discurso una habilidad que debemos aprender nosotros, no discursiva o de simple retórica, sino la habilidad que debe tener todo discípulo de Cristo la de; ¡descubrir la Historia de Salvación! Pablo por ello se remonta a la historia del pueblo de Israel y retoma aspectos que sabía perfectamente que la comunidad conoce por su aprendizaje de su propia historia como pueblo, y ahí conecta este momento de plenitud en la historia de salvación, ––Mañana continuará este discurso––.
En esto estriba el primer punto para reflexionar, preguntémonos; ¿hemos hecho esta tarea? ¿Hemos recuperado nuestra propia historia tratando de descubrir cómo Dios ha intervenido en ella? ¿Hemos identificado cómo lo ha hecho a través de otras personas?, nos necesitamos los unos a los otros, la influencia que nos damos es innegable. “Descubrir nuestra propia historia en la que Dios ha intervenido y desde ahí tendremos la solidez para testimoniar su presencia y cumplir nuestra misión”.
El segundo punto lo encontramos cuando Jesús nos dice con toda claridad: “después de lavarles los pies a sus discípulos”, es decir, después de hacer este gesto de un servicio propio del esclavo, continua diciendo: “el sirviente no es más importante que su amo, ni el enviado es mayor que quien lo envía, si entienden esto y lo ponen en práctica serán dichosos”.
Reconocer humildemente nuestra condición de servidores, ––no es un pecado ser servidor––, Jesús lo mostró lavándoles los pies a sus discípulos, por consiguiente, es el camino que todo discípulo debe recorrer. Aquí encontramos una observación muy interesante, al final del texto del Evangelio dice: “el que recibe al que yo envió, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me ha enviado”, si lo confrontamos con la primera afirmación que dice: “el sirviente no es más importante que su amo, ni el enviado es mayor que quien lo envía”, encontraremos que nosotros no somos mayores que Cristo y somos enviados por él, así nos podemos reconocer menores, sin embargo, lo interesante es lo que al final dice: “el que recibe al que yo envío, me recibe a mí”.
Esta es la riqueza y plenitud de nuestro trabajo, somos menores que Cristo, infinitamente menores, pero transmitimos lo que el mismo Cristo transmitió, ––no nos transmitimos a nosotros mismos––, hacemos ese servicio de trasmitir al que me envió, al que reconozco que intervino en mi historia para conducirme a Cristo.
El tercer punto, la tenemos en esta figura tan triste que sin lugar a dudas le causó lagrimas a Jesús, “les digo esto ahora, antes de que suceda, el que comparte mi pan me ha traicionado”. Vemos que Jesús no pone en evidencia a Judas, simplemente dice: “el que comparte mi pan me ha traicionado”, cuando vemos que alguien que ha traicionado, que es desleal, que falló, que se equivocó ¿Qué hacemos nosotros?, inmediatamente decimos; “ya te fijaste esa persona no sirve”, inmediatamente la descartamos, la marginamos.
Esto se da en todos los niveles de la vida social, pero lo triste es que como pasó en el primer grupo de los discípulos de Cristo, se sigue repitiendo al interior de nuestra Iglesia. Somos los primeros que nos descartamos simplemente porque tuvo una falla grave, ––muy grave––, sin embargo sigue siendo Hijo de Dios y sigue siendo amado.
Por eso vemos que Judas no es balconeado, sino que Jesús lo menciona para que conozca que de su parte, no hay nada que perder si se convierte, si deja ese proyecto de traicionar a su maestro, por eso Jesús le deja abierta la puerta. Al final le dice: “lo que tienes que hacer hazlo pronto”, ––aunque esto no está en la escena de hoy, pero lo sabemos––.
En ocasiones lo primero que pensamos es: “ya ve a traicionarlo”, ¡no!, esa no es la mejor respuesta, sino lo que tienes que hacer hazlo pronto porque te estás perdiendo, es decir, cambia pronto, tienes todavía una oportunidad. Esta es la actitud que debemos aprender de Jesucristo, “dar otra oportunidad aunque sea el último esfuerzo, para quien ha caído”. Que estos tres puntos nos ayuden a realizar un trabajo fundamental.
Primeramente, siempre es necesario traer a nuestra memoria nuestra propia historia, cómo se ha tejido la salvación para mí, para mi comunidad, para mi Iglesia.
Segundo; recordar que aunque yo soy una simple creatura, transmito a Cristo y al transmitirlo transmito también al Padre.
Finalmente, mirar con los ojos de Jesús, con un corazón abierto a quien ha traicionado, a quien ha fallado.
Que el Señor nos ayude a dar siempre testimonio de que el rostro del Padre es verdaderamente misericordioso. Que así sea.
+ Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla