“La gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos”.
Con estas palabras el apóstol san Pablo nos explica que si bien la muerte y el pecado no han dejado de estar presentes a lo largo de la historia de la humanidad, sin embargo, en Jesucristo, está la fuente de la vida, y que esa vida se ha desbordado como un don para todos nosotros. Nosotros como discípulos de Cristo, tenemos que experimentar ese desborde de gracia hacia cada uno de nosotros. Cuando nos dice Jesús en el Evangelio de hoy, tengan cuidado con los que les pueden apagar el espíritu, con los que les pueden robar la esperanza. No tengan miedo a los que pueden matar el cuerpo, sino a los que matan al espíritu. Nos está dando una indicación muy importante, nos está diciendo que lo más valioso para nosotros es el espíritu, que aunque debemos de cuidar nuestro cuerpo, no es lo definitivo, sino el espíritu es lo que nos hará pasar a la eternidad y a la comunión con Dios. Esta advertencia de Jesús es un criterio que hoy se vuelve más importante en el contexto social en que vivimos, donde parece extenderse quienes son propagadores del mal, quienes hacen pasar como cosa necesaria la agresión, la violencia, la muerte, quienes tratan de seguir un camino de vida en donde el otro es para que yo lo someta y esté a mi servicio, en donde no se respeta la dignidad humana.
En este contexto es donde se hace más importante que estemos alerta, que sepamos clarificar quién me roba mi espíritu, quién me lo apaga, quién me acaba toda mi esperanza. Tenemos que estar en esa alerta constante, y por eso es tan importante el compartir la fe. Por eso es tan importante que ya no vivamos nuestra fe de una manera individual, sino que tenemos que hacerlo en una expresión comunitaria. La Iglesia siempre lo ha vivido, pero, se ha quedado a veces reducido a la expresión como estamos aquí hoy nosotros en torno a la Eucaristía. Si bien, es la fuente y culmen de la vida del espíritu, es necesario ampliar este campo de compartir la fe. Y eso es lo que hoy está promoviendo el Papa Francisco, los obispos de América Latina, los obispos de México, y aquí, en concreto en nuestro arzobispado de Tlalnepantla.
Vamos poco a poco abriendo espacios, para que ustedes no solamente vengan a Misa el domingo, que es importante, sino también para encontrar otros círculos, otros grupos, donde podamos compartir la fe y clarificar las condiciones de nuestra vida. Esta es la forma además de garantizarnos, como nos dice Jesucristo en el Evangelio de hoy, nos reconozca cuando lleguemos al Reino de los Cielos: quien me reconozca en esta vida ante los demás, yo lo reconoceré ante mi Padre. Por eso, nos tenemos que preguntar: ¿cómo lo debo de reconocer ante los demás? ¿Cómo cumplo esta condición? Pues compartiendo la fe con los otros. Abriendo mi interior abriendo lo que llevo dentro, cómo vivo mi fe.
Pidámosle al Señor esta gracia. Poder reconocer a Jesucristo ante los demás, con nuestra propia vida, y con nuestras actitudes y relaciones con los demás. Este es el camino, reconocer la dignidad de los otros. Si reconocemos la dignidad humana de cada ser, especialmente la de nuestro prójimo, especialmente que no nos agredamos, que no seamos violentos, que seamos pacíficos, fraternos y solidarios… es así como se reconoce a Jesucristo ante los demás. Este es el camino propuesto por Él. Y Él nos reconocerá ante nuestro Padre que está en los cielos.
Hermanos, pidámosle a Dios que nos permita en nuestra arquidiócesis, en todas nuestras parroquias, en las doscientas tres comunidades parroquiales que existen ir abriendo campos para compartir la fe para que así crezcamos y podamos ser una influencia positiva en nuestra sociedad. Podamos causar una corriente de vida donde se pone al centro la dignidad de todo ser humano, porque en cada ser humano se refleja la presencia de Dios. Pidámoselo así al Señor en esta Eucaristía.