“Ayúdame, Señor, pues estoy desamparada”
Con estas palabras se dirigió la reina Esther a Dios ante una situación dramática. El rey había firmado un decreto con la orden de ejecutar a todos los judios que habitaban en su reino.
La reina Esther sintió un terrible miedo de hablar ante el Rey en favor de su pueblo, la comunidad judía. En ese dilema estaba: hablar, arriesgando a no ser escuchada por el rey, o callar, confiando que a ella no la matarían.
Mardoqueo, así se llamaba el tío de la reina Esther, también judío, le dijo: “¿Crees que por ser tú la reina, a ti no te van a matar? Si Dios te ha concedido ser reina es, precisamente, para que ayudes a tu pueblo, hables con el rey, y no sea exterminado. La reina le dio miedo porque dice: “Va a morir todo mi pueblo y voy a morir yo también; si hablo y no me escucha el rey, voy a ser la primera en ser asesinada”. Sin embargo esta es la oración que dice la reina: “Señor, yo sé, por los libros que nos dejaron nuestros padres, que tú siempre salvas a los que te son fieles. Ayúdame ahora a mí, porque no tengo a nadie más que a ti, Señor y Dios mío”.
Con estas palabras refleja su confianza en la ayuda de Dios, se pone en manos de Dios; pero también se arriesga, interviene, actúa, y se presenta ante el rey. ¿Cuántas veces nosotros venimos y le pedimos algo a Dios, pero queremos que él lo resuelva y nos vamos con los brazos cruzados, y seguimos con los brazos cruzados, sin hacer nada para resolver un problema?
Hoy tenemos aquí este ejemplo de la reina Esther. Sabe que es un riesgo lo que va a hacer, se expone por la confianza que tiene en Dios. No sabe cómo le va a ir, pero se presenta ante el Señor. Esto es muy importante dentro de la espiritualidad Cristiana, dentro de la espiritualidad bíblica. Tenemos que orar pero con la confianza, con la convicción, de que Dios nos va a escuchar y va a intervenir en la medida que yo también colabore con Dios para hacer lo que debo hacer. Yo tengo que abrir, con mi acción, la posibilidad de que Dios intervenga. De esa manera entendemos perfectamente el Evangelio que nos acaba de ser proclamado: “Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; toquen y se les abrirá”. Y más adelante dice el texto por qué tenemos que pedir, tocar, buscar: porque Dios, nuestro Padre, es bondadoso, es misericordioso, está pendiente de nosotros. Y pone este ejemplo Jesús: “¿Hay acaso entre ustedes alguno que le dé una piedra a su hijo si éste le pide pan? Y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Si ustedes, a pesar de ser malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, con cuanta mayor razón el Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quienes se las pida”. Con esa confianza, en la bondad y misericordia de Dios, debemos hacer siempre nuestras súplicas a Dios. Con esa confianza, también, nosotros debemos realizar lo que nosotros sabemos tenemos que hacer para resolver un problema.
Muchas veces alguna esposa ve que su marido no está cumpliendo –o que ha sido infiel, o que ha perdido el dinero en cosas indebidas, en vez de mantener a la familia; o de padres a hijos, de madre con sus hijos, o de padre con sus hijos, o de hermanos entre sí– vienen y le piden a Dios que les ayude para cambiar la conducta de su esposo, de su hijo de su hermano; pero ni siquiera se atreven a hablar con el esposo, con el amigo, con el hermano, que está pasando esa situación. Debemos de atrevernos como la reina Esther a dialogar, a hablar. Ella fue ante el rey y le dijo: Es injusto mi señor, lo que vas a hacer. Has hecho un decreto que no corresponde a la realidad. Revisa y verás que tus hijos no han hecho nada malo para merecer la muerte. Y el rey la escuchó y salvó a su pueblo.
Si nosotros hacemos lo que debemos hacer, Dios nos ayuda. Si nosotros le pedimos algo a Dios y ponemos lo que está de nuestra parte, también interviniendo con nuestra acción, Dios se hará presente, nunca nos dejará solos. Y eso la reina Esther lo aprendió de sus padres. Dice: “Así sé por los libros que nos dejaron nuestros padres”. Eso lo hemos aprendido también nosotros, nuestros padres, nos han heredado esta fe, que hoy nos recuerda este texto del Antiguo Testamento y este Evangelio. Con esa confianza también como Iglesia, debemos de atrevernos a anunciar a Cristo. Cristo no es para que lo tengamos escondido en nuestro corazón. Jesús es el Salvador, el Redentor, el que transforma, con la gracia del Espíritu, el corazón de piedra en corazón de carne. Y ese Jesús lo necesitan nuestros hermanos bautizados. Cuántos católicos están alejados y no conocen a Jesucristo. Nosotros no nos podemos quedar con ese tesoro, en ese conocimiento, sino debemos compartirlo.
Hoy cerramos esta visita pastoral aquí en San Cristóbal Texcalucan de este decanato dos. Y le pongo ante el altar, al Señor, esta súplica; pero la hago compartiéndola con ustedes, diciéndoselas, no me la guardo en mi corazón, se las hago del conocimiento de ustedes para que se unan. Pidámosle a Cristo que con nuestra acción de ir a visitar a los católicos alejados, como lo haremos el 17 de mayo, él camine con nosotros, nos fortalezca, nos anime, nos motive, nos dé esa gracia del Espíritu de poderlo anunciar a través de nuestra débil, frágil condición humana. ¿Qué dicen? ¿Se unen a esta intención? –Sí. Entonces vamos a repetir, para terminar nuestra homilía, con ese gozo y entusiasmo el lema de esta próxima misión:
¡Cristo vive! – ¡En medio de nosotros! ¡Cristo vive! – ¡En medio de nosotros! ¡Cristo vive! – ¡En medio de nosotros!
Que así sea.
+Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla