“Pobre de mí, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, porque he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”.
Así nos describe el profeta Isaías ese momento para él, en que inicio terrible, pero que terminó gozoso, su encuentro con Dios. En la tradición de Israel, en la tradición del Antiguo Testamento, se consideraba que cualquier persona, que por alguna razón pudiera ver a Dios, o algo que tuviera que ver muy cercano a Dios, inmediatamente moriría. Era una tradición oral que se perpetúo a lo largo de los siglos, por tanto el pueblo de Israel tenía mucho miedo de encontrarse con Dios, era verdaderamente terrible pensar en que eso pudiera suceder. Cuando recién comenzaba el pueblo de Dios a formarse en su peregrinación por el desierto del Sinaí, recién habían salido de Egipto de la esclavitud. Dios quiere encontrarse con su pueblo y sin embargo el pueblo se resiste y dice no, no podemos encontrarnos con Dios, ve tú, le dijeron a Moisés. Tú sube a la montaña y encuéntralo tú a él. Era el miedo del encuentro con Dios. Sin, embargo el profeta Isaías que empieza con ese temor, esa angustia de que está viendo algo divino, de que está viendo una escena que refleja la santidad divina, se transforma, se transforma primero en una renovación y purificación de su persona. Él se siente de labios impuros, se siente una persona indigna de poder estar ante la presencia de Dios y ve cómo con unas tenazas toman una braza del altar y le tocan su boca y le dicen: mira esto ha tocado tus labios, tu iniquidad te ha sido quitada, tus pecados te son perdonados. El encuentro con Dios lo purifica, porque le perdona los pecados y le participa la santidad de Dios, lo renueva en una forma increíble. A tal punto que al final de la visión, dice que escucho una voz en la que decía Dios: “a quién enviaré, quien irá de parte mía”. Dice el profeta Isaías: Yo le respondí: Aquí estoy Señor, envíame. Vemos pues estos tres pasos: se inicia con temor, se hace un encuentro de purificación ante Dios, de renovación interior, de participación de la santidad, y tercero puede ser enviado en nombre de Dios mismo. Esto refleja esa transformación de aquella tradición antigua de tenerle miedo a Dios, a una tradición nueva que va a tener su plenitud en Jesucristo, porque Jesucristo es el mismo Hijo de Dios hecho carne, es decir, Dios se ha hecho presente de una manera sensible, asumiendo nuestra condición humana y la finalidad es exactamente la misma de lo que le sucedió en su experiencia al profeta Isaías. También hoy se va repitiendo una y otra vez en la experiencia personal, en la experiencia comunitaria o la experiencia eclesial. Es encontrarnos con Dios, perder ese miedo natural. Es algo instintivo, le tenemos miedo a Dios. Perderlo porque Dios nos ha mostrado su rostro en la persona de Jesús, bondadoso, generoso, atento, que está pendiente de nosotros, que está queriendo acompañarnos en todo momento. Ese es el Dios que nos ha revelado Jesucristo, en este Dios tenemos que encontrar como Isaías, nuestra propia purificación, la restauración, la participación de la santidad divina. Eso es lo que hacemos en la Eucaristía, precisamente, al escuchar la palabra se prepara nuestro interior y al compartir el pan de la vida, entramos en comunión con el único santo, con el tres veces santo, con él entramos en comunión a través del Pan eucarístico. Y se va transformando entonces nuestro interior. ¿Con qué finalidad? Para que él a través de nosotros se manifieste, como se los decía antes de la Misa. Es como Dios ha querido hacerse presente en el mundo y acompañar a todas las personas en todas las generaciones. Pero tenemos que pasar por este proceso por el que pasó Isaías. A eso estamos llamados. Y entonces entenderemos las palabras del Evangelio con mucha claridad. Dice: “no tengan miedo a los que ,matan el cuerpo pero no pueden matar el alma, tengan miedo a los que sí nos pueden matar el alma, a los que sí nos arrebatan la esperanza, a los que sí nos quitan nuestra vida interior, a los que sí nos extravían del camino que Dios nos ha propuesto, a esos hay que tenerles miedo. Dice Jesús: es en este sentido, lo más valioso que tenemos es nuestra comunión con Dios, lo más valioso que podemos experimentar es la participación de la santidad divina y eso nos dará una fortaleza increíble para afrontar cualquier tipo de adversidad, incluso de los que pretendan matar nuestro cuerpo. Hermanos quien dé testimonio de esto, Jesucristo el Señor los reconocerá. Así lo dice al final del Evangelio. A quien me reconozca delante de los hombres, yo también lo reconoceré ente mi Padre que está en los cielos”. Esa es la confianza que debemos de tener, que Jesús nos reconozca como hermanos y que nos presente ante Dios nuestro Padre para la vida eterna.
Esta es la misión de la Iglesia, dar a conocer este camino, es lo que nos debe de entusiasmar como le entusiasmó a Isaías y a todos los profetas. Pidámosle al Señor que también en este tiempo, también haga surgir en nosotros y en todos los que creemos en él, haga surgir esa pasión por anunciar a Cristo, por darlo a conocer, para que tengan esa experiencia de participación de la santidad divina, que no se quede la gente anclada en las consecuencia del pecado, en esa angustia de haber cometido un error, sino que siempre esté su corazón abierto a la transformación que Dios quiere hacer de nosotros independientemente de las experiencias negativas que hayamos vivido.
Pidámosle al Señor así para nosotros, para esta comunidad parroquial y para toda la Iglesia, para que se suscite en nosotros el deseo, el entusiasmo de dar a conocer a Jesucristo y el camino que nos propone.
Que así sea.