“Los proyectos de Dios Duran por siempre, los planes de su amor, todos los siglos”.
De esta manera cantábamos el Salmo, contrastando con la frase anterior: “frustra el Señor los planes de los pueblos y hace que se malogren sus designios”. Dios nos ha creado para el amor, porque Él es amor; pero no para un amor, simplemente, de recibir lo que nosotros llamamos simpatía, afecto, cariño; sino, lo que se llama el amor gratuito, aquel que hace uno por el otro sin esperar nada a cambio, ese es el amor gratuito: amar sin esperar recompensa. Eso es Dios, y de esa forma hemos sido creados a su imagen y semejanza para reflejarlo a Él; pero así como fue un acto libre de Dios el crearnos, y crearnos a su imagen y semejanza, también es parte nuestra la libertad. Somos libres de aceptar o de rechazar. Si aceptamos el amor somos hijos de Dios para toda la eternidad; si lo rechazamos, seremos separados del amor de Dios para toda la eternidad. Lo que hagamos en esta vida tiene repercusión en la vida eterna. Nuestra respuesta en esta vida, garantiza la vida por toda la eternidad, y ese es el plan del Señor; pero en esta combinación entre lo que es proyecto de Dios para nosotros, y lo que es el ejercicio de nuestra libertad, hay una serie de situaciones que no acabamos de entender, que nos cuesta trabajo asimilar. Cuando se sufre injusticia, cuando se trabaja por la verdad y tenemos una situación trágica, dramática –vemos el caso de esta escena en esta fiesta del día de hoy, que la liturgia nos presenta–. San Juan Bautista, con una misión única, magnífica; con una misión de ser el precursor, el que va a presentar al Mesías, a Jesús de Nazaret, y vemos en esta escena cómo el capricho, la ceguera, la envidia, provocan la muerte de Juan el Bautista en una decisión totalmente injusta, un final podremos decir, trágico, que no debería de haber sucedido. Lo que le sucede al precursor, le va a suceder también al mismo Hijo de Dios, a Jesús de Nazaret: muerte injusta, sentenciado por celo, sentenciado por envidia, sentenciado por no aceptar su palabra. ¿Cómo poder comprender estas historias que luego se siguen repitiendo a lo largo de los siglos, con tantos mártires y con tantas personas que entregan su vida generosamente a la causa de la verdad, de la justicia y de la paz? Esto es lo que nos quiere explicar en la primera lectura de hoy San Pablo, dice que: es la predicación de la Cruz, ¡una locura, una locura! para los que van por el camino de la perdición. Un escándalo para los que esperaban que Dios siempre protegiera y llevara, a buen término, al final de la vida a sus queridos hijos. ¡Es una locura para los judíos!, que escándalo cómo se presenta Dios en la historia de la humanidad. Sin embargo, en esta sabiduría que no acabamos de comprender, que nos cuesta trabajo aceptar, en esta sabiduría de la Cruz, está precisamente, la posibilidad real de llevar a plenitud el amor gratuito, el amor donación total, el amor de la máxima generosidad, el de dar incluso la vida por los demás. Ahí está la clave, esta es la sabiduría de Dios, su amor no tiene límites, y quienes con la fuerza de Dios son capaces de dar hasta la vida misma, como lo hizo Jesús, como lo hizo Juan Bautista y tantos otros, son testimonio, no de una tragedia, –como la solemos ver con los ojos humanos–, sino testimonios de quienes han sido capaces de manifestar la plenitud del amor gratuito. Esta es la enseñanza fundamental del cristianismo, “camino del amor”. Sólo en el camino del amor, sólo en él, podemos experimentar la auténtica manera en que Dios nos protege, nos acompaña, nos lleva de la mano. El misterio de la presencia de Dios, no se manifiesta por la evidencia de su omnipotencia, de resolverlo todo como si nosotros solamente recibiéramos sus dones y estuviesen garantizados pasara lo que pasara. No es ese el camino, el camino es recibir la fortaleza interior del espíritu, que pueda afrontar cualquier tipo de situación humana porque Dios está con nosotros. Esta es la locura, este es el escándalo ¿cómo esto es posible? ¿Cómo aceptar una enseñanza de esta naturaleza? Sólo en ella, en esta enseñanza y en el testimonio de Cristo, de Juan Bautista, y de tantos otros mártires, podemos entonces ver que tiene sentido la Cruz, el sufrimiento, el dolor, la discapacidad, la incomprensión, la injusticia, la misma muerte. No queridos por Dios, tolerados por Dios para el ejercicio del amor gratuito. Este misterio de la Cruz de Cristo, es la razón por la que los cristianos, los seguidores de Jesús, como dice San Pablo: “es la Cruz nuestro orgullo” –no como dicen por allí algunos: cómo recordar el momento doloroso de la muerte en la cruz de Cristo– precisamente porque es la plenitud del amor gratuito por nosotros. La Cruz de Cristo es y será siempre el signo por excelencia de nuestro seguimiento a Jesucristo