“Sacrificios y ofrendas no quisiste, abriste, en cambio mis oídos a tu voz” (Sal 39,7).
Así respondíamos con el salmo treinta y nueve a la Palabra de Dios, proclamada en la primera lectura, en donde también veíamos cómo el joven Samuel no conocía al Señor, pero empezó a escuchar su voz y tuvo que acudir a Elí para saber quién lo llamaba. Este es el primer elemento que nos trae hoy la Liturgia de la Palabra: abrir los oídos para escuchar la voz del Señor. Este es el primer paso del discípulo de Cristo.
También en el Evangelio encontramos a dos discípulos de Juan Bautista que escuchan, abren sus oídos al testimonio que da Juan Bautista, cuando vio pasar a Jesús, diciendo: “éste es el Mesías” (Jn 1,36). Los discípulos creen en esa indicación, y movidos por alguna inquietud interna de conocer al Mesías, van detrás de Él, y lo siguen, Jesús se da cuenta, voltea, les da la cara y les pregunta: “¿Qué buscan?” (Jn 1,38); ellos responden: “Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1,38), y Jesús les dice, invitándolos: “Vengan y verán” (Jn 1,39). Aquí encontramos varios elementos fundamentales del discipulado.
Abrir los oídos a la Palabra de Dios, es el primer elemento. ¿Cómo podemos abrir nuestros oídos para escuchar a Jesús en este tiempo nuestro? El primer modo es descubrir su presencia en la Palabra de Dios. Es lugar prioritario en la Eucaristía, y precisamente lo que hemos hecho, y lo hacemos siempre al inicio, la proclamación de la Palabra de Dios, estar atentos, escuchar los textos, particularmente los Evangelios, y después rumiarlos, meditarlos, entenderlos. Esta es una primera manera de abrir nuestros oídos a la voz de Dios.
El segundo modo es mediante los acontecimientos, lo que sucede en torno nuestro, lo que está pasando, y que algo nos debe de decir, sea que veamos que es algo positivo, descubriendo una presencia de Dios, o algo negativo, percibiendo lo no quiere Dios. Es oír otra vez la voz de Dios, a través de los acontecimientos.
Y tercer modo: en mi interior, en mi corazón se mueven inquietudes. Esas inquietudes son movimientos del Espíritu Santo, que está dentro de nosotros como lo explicaba San Pablo en la segunda lectura: “Nuestro cuerpo es Templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6,19), y está en proceso de glorificar a Dios. Cierto lo podemos esquivar y evitar, pero también lo podemos promocionar y generar en nosotros, un espacio de escucha a lo que Dios quiere de nosotros, discerniendo lo que se mueve en mi interior, qué inquietudes surgen, sea ante la Palabra de Dios que escuchamos, que leemos, que meditamos; sea ante los acontecimientos de lo que pasa en nuestra sociedad, en nuestros contextos de familia, de amistades, de Iglesia y tercero, lo que pasa dentro de nuestro interior. Este es el primer paso del discipulado: oír, abrir oídos a la voz de Dios.
El segundo paso es: tener nuestros oídos abiertos también a los testimonios de quienes ya han caminado, siguiendo al Señor, como estos dos discípulos que, en cuanto Juan Bautista les dice: “Este es el Mesías” (Jn 1,36), ellos le creen, aceptan ese testimonio, aceptan la voz de Juan Bautista. También nosotros, las generaciones mayores, los que se han preparado, los sacerdotes y Obispos, que damos testimonio de lo que vivimos, y a partir de ese testimonio, escucharlo, atenderlo y como estos dos discípulos, seguirlo. Este es el segundo paso del discípulo.
El tercer paso es ir en búsqueda de esa experiencia para poner, como decíamos en el salmo cantando: “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad” (Sal 39,8). Es decir, descubrir, a la luz de esto que he escuchado, qué es lo que tengo yo que hacer, porque Dios no espera sacrificios ni ofrendas (Sal 39,7) sino nuestra voluntad, todo nuestro ser para que se convierta nuestro cuerpo en presencia de Dios para los demás.
Por eso tenemos que realizar ese paso tan importante de tener la propia experiencia de relación con Jesucristo a través de estos elementos Palabra, acontecimiento y movimiento en mi interior. Y esa experiencia, como dice el texto del Evangelio, después de que escuchan a Juan, van y siguen a Jesús. Así también nosotros seguir a Jesús. Los pasos anteriores son la forma como ahora lo podemos nosotros seguir, y encontrarnos con el Maestro, que nos dice: “Vengan y verán”.
Y cuarto paso: transmitir nuestra experiencia. En el Evangelio escuchamos de estos dos discípulos, uno de ellos, Andrés, cuando terminó de estar esa tarde con Jesús, inmediatamente fue con su hermano Simón Pedro para decirle: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41). Hay que transmitir nuestra experiencia, no hay que quedarnos con ella escondida ahí, para que solamente yo la sepa, la tenemos que poner en común.
Por eso, es tan importante la formación de las pequeñas comunidades, que estamos promoviendo en la Arquidiócesis, para poder, a la luz de la Palabra, compartir con los demás nuestras propias experiencias. Eso enriquece nuestro camino, lo ilumina, lo orienta, y además lo fortalece porque cuando vemos que no solamente yo quiero ser discípulo de Cristo, sino también hay otros conmigo que quieren ser discípulos de Cristo, esa compañía me da fuerza, me hace sentirme acompañado, que no estoy solo, y me muestra la presencia de Dios a través de los otros.
Por eso, hermanos les decía, este segundo domingo del tiempo ordinario nos invita el Señor a recordar estos pasos para ser discípulos de la comunidad eclesial, discípulos de Cristo en el tiempo actual.
Digámosle pues, al Señor Jesús, de todo corazón, como le dijo Samuel a Dios, cuando escuchó su voz: “Habla Señor, tu siervo escucha” (1 Sam 3,10).
Que así sea.
+Carlos Cardenal Aguiar Retes
Electo Arzobispo Primado de México.