“Me han tocado meses de infortunio y se me han asignado noches de dolor”. (Job 7,3)
En la primera lectura hemos escuchado al justo Job, un hombre que todo el mundo reconocía como recto, honrado, íntegro y muy cercano a Dios en una experiencia de práctica religiosa. Cumplía cabalmente con todo y de repente le vienen varias tragedias en su vida. Pierde a todos sus hijos, pierde sus posesiones y cae enfermo de la lepra que en aquella época era enfermedad mortal. Por eso escuchamos como se queja ante Dios: “Me han tocado en suerte meses de infortunio y se me han asignado noches de dolor. Al acostarme pienso ¿cuando será de día? La noche se alarga y me canso de dar vueltas hasta que amanece. Mis días corren más aprisa que una lanzadera y se consumen sin esperanza. Recuerda Señor que mi vida es un soplo. Mis ojos no volverán a ver la dicha.” (Job 7,3-7)
El sufrimiento es la principal situación de la vida humana que permite tocar en lo más profundo la fragilidad humana, la limitación de nuestros recursos para poder salir adelante. Es una tragedia, es un drama, pero para nosotros, los que creemos en Dios, los que tenemos fe, se convierte como fue en el caso de Job, en la ocasión para intimar con Dios, para descubrir su presencia cercana, para percibir la fortaleza ante la adversidad, el drama y el sufrimiento. La óptica cristiana de la fe nos permite siempre afrontar cualquier situación trágica con esperanza, con significado, con razón de ser. No es simplemente mala suerte, sino que es una ocasión propicia para descubrir la presencia amorosa de Dios.
Quizá muchos de ustedes, como a mí me ha tocado personalmente, han descubierto, en quien pasa una situación semejante, cómo se transforma la persona. Y esta experiencia, no es para que se la quede cada uno de nosotros, cuando le toque vivirla. Es para transmitirla, porque el hombre así tocado por Dios, como lo fue Job, es quien más puede transmitir la experiencia de la cercanía y el amor de Dios, y esa es su misión. Por eso podemos entender las palabras de la segunda lectura en la experiencia de San Pablo: “¡Ay de mí, si no evangelizara!” (1 Cor 9,16). ¡Ay de mí si no transmito la experiencia de conocer a Dios y de saber lo que significa en mi vida! No se puede uno quedar con ese secreto en su corazón, tiene uno que transmitirlo a los demás. Eso es la evangelización.
La evangelización no es simplemente dar la enseñanza de la doctrina cristiana, eso es una ayuda. La evangelización llega a su plenitud cuando tenemos la oportunidad de la experiencia del Dios cercano y amoroso. Entonces somos ya evangelizados. Y el signo de que somos ya evangelizados es que trasmitimos a los demás nuestra experiencia. Damos a conocer a Jesucristo, a la Iglesia; y la Iglesia en ese momento se vuelve atractiva, se vuelve importante, no simplemente por su doctrina, sino sobre todo porque da respuesta a las interrogantes más profundas de la vida del hombre: la enfermedad, el sufrimiento, la injusticia, la muerte.
Ahora bien, cuando alguien hace su primera transmisión de experiencia lo hace con la gente más cercana, aquella que se ha dado cuenta de alguna manera por lo que ha pasado y reconoce quien era y quién es ahora. Y en esos círculos de relación humana, los más cercanos, los que nos escuchan, los que nos atienden, los que hacen suya nuestra experiencia, se vuelve un círculo que trata muy bien a las personas entre sí, que uno se siente bien de estar con quien es comprendido. Y el Evangelio de hoy permite recordar que cuando vivamos esa experiencia, no nos quedemos tranquilos diciendo “yo ya hice lo que tenía que hacer, sino seguir el ejemplo de Jesús.
En el Evangelio hemos escuchado como al entrar en casa de Pedro encontró a su suegra en cama, con fiebre y Él la levanta. Ese hecho inmediatamente es conocido alrededor de la casa de Pedro y empiezan a traerle enfermos a Jesús. Jesús los cura, pero al día siguiente también lo buscan. Quieren retenerlo, quieren que este taumaturgo que han descubierto que cura, se quede con ellos y, veamos lo que dice Jesús: “Vamos a los pueblos cercanos para predicar también allá el Evangelio pues para eso he venido” (Mc 1,38). Es decir, siempre debemos de tener la visión, la mirada más allá de los que tenemos cercanos. Siempre debemos de tener como evangelizados, la preocupación por los que están distantes, y buscar la manera de poderles transmitir nuestra experiencia de vida cristiana.
Por eso, el Papa Francisco insiste en que seamos Iglesia misionera, Iglesia que va más allá de nuestra cotidianidad, de nuestros hábitos, de nuestros círculos de relación. Nuestra preocupación tiene que tener una mirada que se parezca a la mirada de Dios Padre, que ve por todos sus hijos, los miembros de su Pueblo.
Con esta explicación de la Palabra de Dios también quiero decirles lo que siento al despedirme de ustedes de la Arquidiócesis de Tlalnepantla. Siento ese dolor de dejar a quienes he aprendido a querer, pero entiendo, como hace Jesús, que tengo que ir de aquí a otras calles más allá, al sur, para anunciar el Evangelio, para conducir esa Arquidiócesis.
Él me lleva para allá, voy con la confianza de la asistencia de su Espíritu. Me esperan grandes retos, pero confío en que ustedes seguirán pidiendo por mí y por ambas Iglesias. Que sientan y busquemos la manera de hacerlo realidad, que todos los que vivimos en este Valle de México, que todos los cristianos, somos una esperanza para humanizar y hacer más digna nuestra convivencia en este tejido social que se nos ha desmoronado.
Pidámosle al Señor Jesús, que los cristianos sepamos responder a los grandes desafíos que implica esta enorme Megalópolis que constituye el Valle de México. Que nos sintamos uno para que seamos uno.
Que así sea.
+Carlos Cardenal Aguiar Retes
Electo Arzobispo Primado de México.