Homilía en el Domingo XIII de Tiempo Ordinario
“Dios creó al hombre para que nunca muriera,
porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo”. (Sab. 2,23)
Esta afirmación tomada de la Primera Lectura, del Libro de la Sabiduría (Sab. 1,13-15; 2,23-25), ofrece un primer punto muy importante para nuestra reflexión de este domingo: Dios nos comparte la vida, nos participa la vida. Es un gran regalo de Dios, pues nadie puso una solicitud para recibirla, sino que es gratuita.
A veces sólo pensamos en esta vida en la que peregrinamos, preparándonos para la vida eterna; pero Dios nos ha participado de su vida. Por eso, el texto dice: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea de la destrucción de los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera”. (Sab. 1,13-15); es decir, Dios ama esa vida que nos ha regalado, y con ella nos prepara en esta peregrinación terrenal a compartir la vida divina.
Ahora tenemos una vida terrenal que terminará, pero terminará en transformación a la vida de Dios, que ya aquí la tenemos incipiente, como una primicia, como algo para darnos cuenta a lo que somos llamados y para lo que fuimos creados.
Esta reflexión que plantea la Primera Lectura la podemos complementar con la Lectura del Evangelio. Como ustedes escucharon, Jesús está caminando en medio de la multitud; le acompaña mucha gente, lo apretujan, y de repente, aparece un hombre preocupado, angustiado, porque su hija agoniza. No tiene a quién recurrir, pero ha escuchado de Jesús, va con Él y le dice: “Mi hija agoniza, haz algo por ella, ven a mi casa” (Mc. 5,23). Y Jesús le responde y va con él.
En el camino, una mujer que había gastado su fortuna en buscar la solución a su enfermedad –dice el Evangelio–, va y toca a Jesús con la confianza de ser curada, y así ocurre. Ella piensa que ha pasado inadvertida, pero se da cuenta que ha sanado.
Entonces Jesús pregunta: “Quién me ha tocado” (Mc. 5,30). La actitud de esta mujer, junto con la del padre angustiado por su hija, nos muestra la importancia de buscar el camino de la vida, nos invita a nunca desfallecer y a tener siempre esperanza. A veces estará en nuestras manos –y en la relación entre unos y otros, como sociedad, como comunidad, como familia–, que procuremos la vida digna en este peregrinaje terrenal.
Para caminar hacia la vida eterna es importante la vida digna, y esta mujer quiere la salud; este padre quiere que su hija de doce años viva, y ambos buscan a Jesús.
Nosotros también tenemos a Jesús a nuestro alcance. En la Palabra, escuchando las narraciones evangélicas, y en la Biblia en general, que nos ayuda a acercarnos y a entender lo que Dios quiere y lo que Jesús, de parte de Dios Padre, nos ha enseñado.
Y también tenemos los sacramentos, la Eucaristía en particular, para acercarnos a Jesús. No es simplemente venir a Misa, sino venir a escuchar a Jesús y a comulgar, a entrar en comunión con Él. Por eso es importante que cuando vayamos a Misa, recordemos que es la oportunidad magnífica para dialogar con Él, en el silencio, especialmente después de la comunión, y le presentemos nuestros gozos, nuestras alegrías, pero también nuestras preocupaciones y necesidades, así como las de quienes nos rodean o de quienes sabemos que las necesitan. Este el camino de la oración.
Pero además, el texto de la Segunda Lectura (2Cor. 8,7-9. 13-15) nos da otro elemento muy importante. Afirma San Pablo que, como comunidad cristiana, tenemos que ayudarnos unos a otros. Y no se trata de que los demás vivan tranquilos mientras ustedes están sufriendo; se trata, más bien, de aplicar durante nuestra vida una medida justa, porque entonces la abundancia de ustedes remediará las carencias de ellos, y ellos, por su parte, los socorrerán a ustedes en sus necesidades.
Nos habla de la solidaridad, de la ayuda al que lo necesita, porque en algún momento también nosotros vamos a necesitar de los demás, y éste es el camino de la comunión eclesial, de la comunión social.
La vida digna que necesitamos todos, se alcanza compartiendo lo que tenemos; así lo hizo Dios. Dice San Pablo que Dios mandó a su Hijo Jesús para darnos esa vida eterna, y por eso el Hijo de Dios se hizo hombre, para elevarnos, para que tuviéramos el acceso desde esta vida terrena a conocer la vida divina. Eso es lo que hacemos al buscar a Jesús en la oración, al acercarnos a la Eucaristía, al escuchar su Palabra. Estas son las formas concretas para que vayamos experimentando, mediante el Espíritu de Dios, que Él nos acompaña, que Él nos va dando no solamente salud física, biológica, sino salud espiritual. Y con los años, vamos pasando distintas etapas y vamos creciendo, pues somos testigos, de cómo Dios, sí nos acompaña, nos fortalece y atiende en nuestras necesidades. Ese es el testimonio que tenemos que dar a las nuevas generaciones.
Hoy, recordando estos textos que acabamos de escuchar y reflexionar, démosle gracias a Dios por nuestra propia vida. Solamente reconociendo con alegría lo que hemos recibido crece el corazón en la gratitud, que es la más hermosa de las actitudes humanas. Y esta gratitud la expresamos en alabanzas, por eso cantamos en la Eucaristía, por eso lo alabamos y le decimos: “Gracias, Padre, bendito seas por habernos regalado a tu Hijo Jesucristo”.
Con estos pensamientos pongamos en el altar nuestras preocupaciones de hoy, nuestro país, nuestra jornada cívica, para que resulte en paz, tranquila y muy participada por todos. Pidámosle al Señor Jesús que así sea.
+Carlos Cardenal Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México
Administrador Apostólico de Tlalnepantla