Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?
El mal que anida en nuestro corazón tiene dos graves consecuencias: la ceguera, que no deja reconocer la dignidad del prójimo convirtiéndolo en objeto, en medio de satisfacción, placer y ganancia; y la prepotencia, que aunada a la ambición nos lleva a imponernos el uno al otro, a sentir que estamos en competencia, a buscar estar por encima de los demás, como escuchamos hoy en el Santo Evangelio “concédenos sentarnos a tu derecha y a tu izquierda, cuando entres a tu gloria”
En la medida en que crecen nuestros pecados crece nuestra ambición, nuestra indiferencia y nuestros abusos contra los que menos tienen y menos pueden; olvidamos la verdad fundamental de nuestra vida “ustedes tienen un solo Padre y entre ustedes son hermanos” olvidamos el infinito amor del Padre, nuestra propia dignidad y la dignidad de nuestros semejantes, y sobre todo, la responsabilidad que tenemos de buscar la gloria de Dios, el Bien y los bienes para nuestros hermanos. Ante nuestro pecado, ante nuestra necedad y pertinacia, el pobre, el débil, el enfermo, el abandonado, el que tiene hambre y frío exclama la misma palabra del hombre justo, la misma palabra que gritó Jesús desde la cruz ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?
En el pecado y por el pecado todos nos hacemos víctimas y victimarios, todos sufrimos y hacemos sufrir y ante este terrible espectáculo tenemos la misma experiencia del salmista “A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes, de noche, y no me haces caso” pero el silencio de Dios ha cesado, su Palabra ha resonado en el mundo, Jesucristo, el Justo, su Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre, que en su carne ha recibido el peso de nuestros pecados. Jesucristo, que conscientemente sube a Jerusalén para ser condenado, entregado, recibir burlas, desprecios, escupitajos, azotes y la muerte. En su carne recibe la suma del mal que culmina con la muerte. Sin embargo el mal no tiene la última palabra, la última palabra es la resurrección, el triunfo de la vida, el triunfo del amor misericordioso, del perdón definitivo de nuestros pecados y la reconciliación plena con nuestro Padre celestial.
Jesús, el justo sufriente, el Hijo del Hombre, muerto y resucitado, humillado y exaltado, es el misterio de nuestra fe, por sus llagas hemos sido curados, en sus sangre se purifican nuestro pecados, en su muerte hemos alcanzado la vida definitiva. Nosotros, sus discípulos, somos presa de la confusión de nuestros vanos apetitos, de nuestra falta de fe y la dureza de nuestro corazón; por eso, en esta hora, ante su presencia eucarística le suplicamos que nos perdone, que tenga misericordia de nosotros, que abra nuestros oídos a su palabra, que purifique nuestra mirada para ver con claridad la dignidad a la que nos ha llamado. Que especialmente en este tiempo de incertidumbre, confusión, miedo y sufrimiento nos de entrañas de misericordia para superar los muros de indiferencia, odio, egoísmo y violencia, con los cuales nos hemos acostumbrado a vivir. Que nos dé nuevos ojos y nuevo corazón para interesarnos los unos por los otros, para fortalecer los lazos de comunión que nos unen y, de este modo, podamos acudir con diligencia en ayuda de nuestros hermanos.
Amén.
+Jorge Cuapio Bautista
Obispo Auxiliar de Tlalnepantla