“Cuidado, porque el puro hecho de conocer, llena de soberbia”.
San Pablo, en esta primera lectura que hemos escuchado, advierte a la comunidad cristiana la importancia de relacionar el conocimiento con el amor; de relacionar el conocimiento con la capacidad de vivir la libertad sin ser escándalo para los demás. El problema al cual alude el Apóstol, hoy día, nos cuesta trabajo entenderlo, porque ya no es un problema para la Iglesia, sin embargo, era un gran escándalo en su tiempo –judíos que se empezaban a convertir al cristianismo, veían a paganos que comían carne inmolada a los ídolos, con lo cual, en la mentalidad de aquella época, comiendo de esa carne inmolada a los ídolos se participaba de la divinidad a la que se ofrecía ese sacrificio–. Un elemento queda en nuestra liturgia, en nuestra Eucaristía: cuando comemos la Ostia consagrada, recibimos a Cristo y participamos de la comunión y de la santidad, de la naturaleza divina, que es el amor; así que, entonces, ver que alguien comía algo que había sido ofrecido a otros dioses, era un grave y grande escándalo. A propósito de esta circunstancia, de este hecho, la doctrina y el criterio fundamental que marca San Pablo, es todavía hoy muy importante: el conocer la doctrina de Cristo y el asumir en nuestra vida personal la conducta cristiana, nos lleva a una gran libertad, porque nos libera de muchos miedos y nos libera de muchas situaciones que a veces por temor a la imagen que los demás tienen de nosotros, no nos atrevemos o, no solemos vivir en esa libertad y, cuando la vivimos, entones, estamos preocupados de esa imagen, del qué dirán. La liberta de los hijos de Dios, consiste en descubrir qué es lo que Dios quiere de nosotros y, conforme a la voluntad del Padre, orientar mi conducta. Esta libertad, sin embargo, nos dice San Pablo, está condicionada a que no sea escándalo para los otros, a que no sea ocasión para que los otros piensen mal y defrauden su propia fe o su confianza en la Iglesia, en la comunidad cristiana o en esas personas discípulos de Cristo. Por eso advierte San Pablo: “el puro conocimiento, llena de soberbia. El amor, en cambio, hace el bien. Si alguno piensa que ese conocimiento le basta, no tiene idea de lo que es el verdadero conocimiento; pero aquel a ama a Dios, es verdaderamente conocido por Dios”. Con la lectura del Evangelio que escuchamos, podemos complementar esta enseñanza de San Pablo: conocimiento con amor.
El Evangelio de hoy, en boca de Jesús, nos dice que debemos de ser tan misericordiosos como lo es nuestro padre Dios. Por ello, Dios es capaz siempre de devolver al mal, el bien; de vencer al mal, a base del bien; de dar constantemente el bien, aunque no sea correspondido. Esa expresión: “sean misericordiosos, como lo es mi Padre misericordioso” ¿cómo lo podremos alcanzar para que sea una realidad en nosotros?: aprendiendo a mirar con los ojos de Padre. Cuando nosotros somos niños, le preguntamos a papá, le preguntamos a mamá, le atendemos a lo que nos responde y, lo que nos responde, lo vamos asimilando porque consideramos a nuestros padres dignos de crédito; y aprendemos a ver las cosas como nuestros padres lo ven. Este mismo proceso, es el del discípulo de Cristo que quiere aprender a ver con los ojos del Padre. Ver con amor la obra que ha hecho, aprender, entonces, a entender al otro como mi hermano; verlo como un don para mi, saber que nos necesitamos, que hemos sido creados para esta convivencia social en donde con respeto a la dignidad de cada uno de nosotros, nos conducimos en las relaciones humanas. Este aprendizaje, de esta manera de ver como Dios, lo vamos realizando con mayor facilidad cuando compartimos la fe, no es un proceso individual, lo exige esa reflexión personal; pero crece y se desarrolla en la medida en que compartimos la fe. Así vamos corrigiendo, vamos orientando, vamos incidiendo en un verdadero aprendizaje de la mirada de Dios. Es entonces cuando surgirá del amor,– de esa mirada de amor que tiene Dios y que nos enseñó Cristo en su testimonio personal para con nosotros– y nos va a ser fácil la generosidad, la capacidad de dar, la capacidad de obrar el bien a pesar de cualquier circunstancia; nos va a ser fácil porque el espíritu del Señor estará sobre nosotros como lo estuvo sobre Cristo, que siempre dijo: “mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre”.
Que el Señor nos dé como Iglesia particular, esta capacidad de aprender a ver con los ojos de Dios, escuchándolo en la Palabra de Dios proclamada en la escritura. Aprender a ver con los ojos de Dios compartiendo nuestra fe; aprender a ver con los ojos de Dios, reconociendo que su espíritu está en nuestros corazones. Ver con los ojos de Dios Padre es, también, reunirnos como en este momento de la Eucaristía, para llevarnos la presencia eucarística de Cristo que fortalezca y alimente a cada uno de nosotros y a nosotros como comunidad. Que así sea.
+Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla