“Tengan compasión de mí, amigos míos, tengan compasión de mí”.
Con estas palabras iniciaba la primera lectura tomada del libro de Job, que hoy la liturgia nos presenta como palabra de Dios. ¿Por qué esta angustia de Job? ¿Qué es lo que está haciendo que su corazón se habrá de esta forma tan dramática? Dice: “pues me ha herido la mano del Señor ¿Por qué se ensañan contra mí y no se cansan de escarnecerme?” Bien sabemos, al acercarnos a la lectura de este libro de Job, que era un hombre justo, un hombre que quería cumplir la voluntad de Dios en su persona, quería hacer el bien, y siempre se había conducido de esa manera a lo largo de su vida desde niño. Se casó, tuvo diez hijos, tuvo muchas riquezas, haciendas, cosechas. Era un hombre que le había ido bien en la vida. Y de repente lo pierde todo, tanto en lo material, como sus propios hijos muriendo todos. Lo que le duele a Job, en un principio, era entender por qué había pasado todo eso; pero lo que lo lleva a un dolor mayor es que sus amigos le dicen, que es un castigo divino, que algo ha hecho mal y él no lo reconoce; que es un soberbio, que es orgulloso y que no quiere reconocer dónde se equivocó y por eso Dios lo ha castigado tan terriblemente. Entonces es cuando Job les dice: “Tengan compasión de mí amigos míos, tengan compasión de mí. Es cierto que me ha herido el Señor, pero lo peor es que ustedes mismos piensen que es castigo de Él, no puedo entenderlo así, porque mi conciencia está limpia, porque mi conciencia está recta”. Este dialogo, que nos presenta hoy la palabra de Dios, es muy importante para nosotros entender, las adversidades y los problemas como le sucedieron a Job. Como a él, también nos puede acontecer en la vida y podemos quizá, sufrirlas sin merecerlas: adversidades, conflictos y problemas de los cuales no somos responsables.
Este sufrimiento es, precisamente, el que está en el centro del mensaje de este libro de la Biblia. Aprender a descubrir la adversidad como una ocasión de purificación, pero sobretodo, de encuentro con Dios; de que a Dios, aun en la miseria más grande, de todo tipo: humana, moral, económica, de lo que fuere. Aun ahí, Dios no nos desampara. Esto lo va a experimentar Job más adelante, cuando no solamente va a recuperar su salud física, sino una familia y bienes de nuevo. De esta manera el libro de Job es una grande enseñanza. Y nosotros tenemos que advertirla también porque es fácil cuando un amigo, cuando otro compañero de la comunidad, cuando a otro católico como yo, le pasa una grande adversidad y en nuestro corazón decimos juzgando: bien merecido que se lo tenía porque así y asa... asa y asa… nos adelantamos en nuestros juicios con gran facilidad; pero también como los amigos de Job, podemos equivocarnos pensando que se trata de un castigo divino. Son simplemente, consecuencias de las circunstancias de la naturaleza y de la naturaleza humana que se van dando, en las que uno tiene que afrontar dolor, sufrimiento, adversidad, con una grande fe. Y así culmina la lectura de hoy, cuando Job mismo dice: “yo sé bien que mi defensor está vivo y que al final se levantará a favor del humillado, de nuevo me revestiré de mi piel, –o sea volverá a la salud, como de hecho le sucede– y con mi carne, veré a mi Dios, yo mismo lo veré y no otro, mis propios ojos lo contemplaran, esta es la firme esperanza que tengo”. Esta es la actitud que, hoy la palabra de Dios, nos entrega para crecer en esa fortaleza espiritual que necesitamos en la vida, sobre todo ante el sufrimiento. Y esa confianza y esperanza no debe de apagarse.
A la par de este mensaje de la primera lectura, encontramos un bello mensaje de Jesús en el Evangelio, cuando nos dice que de en medio de nosotros, los niños en su inocencia, en su transparencia de vida, reflejan al mismo Dios. Dice: porque estos pequeños, “…sus ángeles, están contemplando a Dios mismo”. Y estos ángeles, están en la presencia de estos pequeños. Los niños, por eso son, dice Jesús, el modelo de quien quiere entrar en el reino de los cielos. Nosotros por nuestras flaquezas y debilidades humanas, podemos muchas veces pecar, ofender al Señor, tener una conducta adversa, incluso perversa. Pero si tenemos esta fe en la misericordia del Señor, si recuperaremos la trasparencia, lo honestidad, seremos otra vez como estos niños que nos pone Jesús como ejemplo. A una relación de intimidad, a una relación de filiación divina, de comunión divina, a eso estamos llamados. Nadie, dice el profeta Ezequiel, nade quiere Dios que se condene, Dios siempre quiere la vida del pecador, que se convierta y viva; y este es el mensaje de la Buena Nueva de Jesús. Hermanos, ambos mensaje hoy, de la palabra de Dios, son muy ricos, muy abundantes, para considerar lo que somos para Dios, cómo Dios nos ama. Por eso es que este amor de Dios, lo tenemos que transmitir –como les decía antes de la Eucaristía– a quienes están alejados, distantes, a quienes se consideran indignos de estar en comunión con Dios. Para todos, Dios, tiene un espacio en su corazón. Esa es la razón de que seamos misioneros, transmisores de la Buena Nueva; recoger la experiencia en nosotros mismos y abrirla a quienes la desconocen.
Hoy en esta Eucaristía, los invito, pues, de nuevo –porque sé que ya lo tienen ustedes–, a decirle gracias Dios, nuestro Padre, por el amor que nos has manifestado, y que nos haces mantenernos fieles a Él, como miembros vivos de esta comunidad parroquial: “Danos la fuerza de ser misioneros, danos la fuerza de transmitir tu amor”. Que así sea.
+Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla