HOMILÍA EN LA VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA DE SAN FRANCISCO, LOMA BONITA, TLALNEPANTLA

December 31, 1969


HOMILÍA EN LA VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA DE SAN FRANCISCO, LOMA BONITA, TLALNEPANTLA

 

“El tiempo de la cosecha ha llegado ya; la mies de la tierra está madura”

En esta primera lectura, que escuchamos del libro del Apocalipsis, es muy importante estar atentos a los signos o los simbolismos con los que refiere el mensaje.

Desde la semana pasada y estos días, continuará el libro del Apocalipsis y, en él, también, vemos algunos elementos que pueden ayudarnos a profundizar en el texto del evangelio que acabamos de escuchar. 

Ayer, la primera lectura del Apocalipsis nos decía que el Señor, el Cordero degollado que representa a Cristo, se encontraba en una gran asamblea, la de los que son los rescatados, los restaurados, los que han entrado al banquete del reino de los cielos. Y decía que eran ciento cuarenta y cuatro mil, los que estaban ahí. 

Tenemos que estar muy atentos para saber interpretar, ya que no se trata de una cifra matemática, sino de una cifra simbólica que está formada por la multiplicación del número doce. Doce por doce.  Doce que representa las doce tribus de Israel, también a los doce apóstoles, es decir, las dos columnas de la Iglesia donde se centra y se configura la Iglesia. Al multiplicarlas, –doce por doce, da ciento cuarenta y cuatro– significa la plenitud, el todo, lo máximo, es decir, no está faltando nadie, ciento cuarenta y cuatro significa, estamos todos. Pero por si hubiese duda, el apóstol San Juan, dice que no solamente son ciento cuarenta y cuatro, que ya bastaría para decir que estamos todos, sino ciento cuarenta y cuatro “mil”. La cifra mil en la tradición hebrea del Antiguo Testamento significaba dos cosas: familia, y también el que todos estaban incluidos. Entonces de dos maneras el apóstol afirma lo mismo: la plenitud de las plenitudes. Ciento cuarenta y cuatro que ya incluye a todos, pero los incluye como familia, mil, como una unidad, como un todo perfecto; este es el plan de Dios. 

Lo dijo en otras palabras más directamente el apóstol San Pablo en una ocasión: “Dios quiere que todos los hombres se salven”, todos.  ¿Incluidos los malos? Incluidos los malos, quiere Dios que se salven, todos. A todos Dios nos tiene contemplados para que participemos del reino de los cielos. Pero, –aquí viene el pero– Dios no nos va a imponer. ¿Recuerdan una parábola en la que decía que el reino de los cielos se parece a un hombre que brinda un banquete, que invita, y que no asisten los invitados? Eso es lo que también pasa. Dios no va a imponer la obligación de entrar al cielo, la posibilidad la deja en nuestras manos, depende de nuestra libertad. Este es el gran problema: la libertad nuestra. 

Por eso nos tenemos que ayudar los unos a los otros, para que así, podamos al máximo atraer, y los alejados puedan venir a esta invitación que Dios nos hace. Por eso la misión, por eso la preocupación por los que no vienen, por los que no participan de la fe en la vida práctica, en la vida para alimentar la fe en la vida cristiana… y así transformar el corazón de piedra que ya está poseído por el mal, en corazón de carne sensible que reconozca que todo prójimo es su hermano y que lo tiene que amar y respetar. En eso es en lo que Dios nos va a ayudar enviándonos su espíritu. Ahora podemos entender el texto del evangelio. 

Parece terrible la predicción que dice Jesús, de que ese bellísimo templo de Jerusalén, que ya se los habían  destruido quinientos años antes y lo habían reconstruido, con piedras enormes cuyos cimientos todavía hoy se pueden ver en una parte en Jerusalén (unas piedras de mármol increíbles en tamaño). La majestuosidad del templo, “no quedará piedra sobre piedra”, dice Jesús. El templo, –nosotros tenemos en la arquidiócesis de Tlalnepantla, si mal no recuerdo, cerca de trescientos cincuenta templos– es un espacio para encontrarnos, pero si no nos encontramos, para qué queremos los templos. Cuando se pierde el sentido de la misión de la Iglesia, cuando se pierde el sentido de que estamos congregados y convocados para encontrarnos en torno al hermano mayor, que es Jesucristo, que es el que nos participa la vida divina, la santidad, los templos van a destruirse, van a caer, porque no ha servida para lo que se hicieron. Esta es una alerta que lanza Jesús en su tiempo, pero que no la escuchan y treinta y siete años después de la muerte de Jesucristo, el templo de Jerusalén fue destruido. 

¿Verdad que si queremos que se mantengan nuestros templos? –Sí.  Pues entonces a trabajar  a la misión. Tenemos que ir por nuestros católicos distantes y alejados y tenemos que abrirles las puertas y reencontrarnos como una sola familia. Que el Señor nos ayude a esto. Pidámoselo todos en esta Eucaristía. 

Que así sea.

 

 

 

+Carlos Aguiar Retes

 

 

Arzobispo de Tlalnepantla