“El día del Señor llegará como un ladrón en la noche”
Estamos llegando al final de este año litúrgico y, por ello, la liturgia nos presenta textos que nos ayuden a contemplar hacia dónde vamos. Se llaman estos textos: escatológicos, que nos hablan del final de los tiempos, del final de la creación, del final del mundo. Y ya pueden ustedes observar en esta segunda lectura, como claramente el apóstol San Pablo dice que causa miedo y terror pensar en el final de los tiempos. Sin embargo, también dice: “pero ustedes, hermanos, ese día no los tomará por sorpresa, como a un ladrón, porque ustedes no viven en tinieblas, sino que son hijos de la luz y del día, no de la noche ni de las tinieblas”. Y concluye diciendo el apóstol: “Por lo tanto, no vivamos dormidos, como los malos; antes bien, mantengámonos despiertos y vivamos sobriamente”. La clave, pues, para ser hijos de la luz; la clave para llegar al final de nuestra vida y del final de los tiempos: es estar despiertos, estar en alerta. ¿Qué significa y cómo podemos estar despiertos? La contraposición que hace San Pablo, dice: “no vivamos dormidos como los malos”. Es decir, los que generan el mal, la agresión, la violencia, la falta de respeto a la persona humana. Eso es vivir dormidos, eso es vivir sin saber cuál es el proyecto de Dios para nosotros.
El evangelio, por su parte, nos ayuda a entender mejor este vivir despiertos. La parábola, así llamada, de los talentos, en que un dueño de una hacienda, le da el encargo a sus servidores de que administren lo que les va dejando a cada uno de ellos, nos ayuda a entender que Dios nos da, también a todos y cada uno de nosotros, distintas capacidades, habilidades, talentos. Unos en la música, otros en el deporte, otros en la administración, otros en el conocimiento de las leyes, otros en el conocimiento de la medicina y la salud, otros en el conocimiento de los análisis sociológicos de cómo debe conducirse una sociedad, y otros simplemente como, nos dice la primera lectura, una mujer que ayuda hacendosamente a sus hijos, a su marido, que sirve en el hogar.
Esta consideración, nos hace ver que esas capacidades, habilidades y talentos, nos los ha dado Dios para el final, para que estemos despiertos, por eso los tenemos –como nos dice el evangelio de hoy– que poner a funcionar. No los tenemos que esconder, no nos tenemos que dejar vencer por el miedo al qué dirán, que no me sale perfecto, de que no soy una persona que todo le sale bien. Tenemos que iniciarnos siempre, para desarrollar nuestras habilidades.
¿Por qué Dios ha puesto así el proyecto de nuestra vida? Fíjense bien, son dos cosas muy importantes. Porque con esas habilidades, con nuestras capacidades, con nuestra manera de relacionarnos: con respeto, con dignidad, con amor y cariño a los demás, sirviéndoles, compartiendo lo que somos y lo que tenemos, entonces, va creciendo nuestra propia capacidad. Si nosotros nos negamos a servir a los otros, nos negamos a compartir con los otros los que somos y tenemos, no crece nuestro desarrollo, se queda atorado, no crecemos como personas. Y al no crecer como personas, nos hundimos en la noche, en las tinieblas, en la oscuridad de no saber qué hacer con nuestra vida y, entonces, surge en nosotros la tendencia de hacer el mal, de quitarle a los demás; de utilizar a los demás como objeto, no como personas. Eso es lo negativo, la violencia, la agresión, el pasar por encima de los otros. En cambio, Dios quiere que crezcamos, que nos desarrollemos y por eso nos ha hecho dependientes de la relación con los demás; nadie puede crecer aisladamente, de manera individual. Todos necesitamos entrar en relación con el prójimo, para poder crecer. Este es el primer factor: Dios quiere nuestro propio crecimiento, que así lleguemos al final; y realizando así nuestra vida, estaremos despiertos, viviremos sobriamente, porque compartimos. Pero hay algo que, es lo segundo que quiero reflexionar con ustedes, es lo más hermoso: cuando así crecemos y nos desarrollamos, sirviendo a los otros, descubrimos lo que es el amor. Eso es el amor. Y cuando descubrimos el amor, descubrimos a Dios, porque Dios es amor. Vean, eso es lo que quiere Dios de nosotros. Que lo descubramos en el servicio al prójimo. Por eso él dijo: amar a Dios y amar al prójimo. No es simplemente que en el prójimo estuviese allí Dios metido, y que lo vayamos a descubrir, bien sabemos que en nuestra pobreza y fragilidad humana, ¿cómo vamos a descubrir la omnipotencia, la belleza, el ser de Dios? No, no es que esté Dios metido, escondido en cada uno de nosotros; es que en el otro, al servirlo, aprendemos a amar, y al aprender a amar, nos encontramos con Dios, porque Dios es amor.
Por eso hermanos, al acercarse este final del tiempo litúrgico, tenemos un tiempo muy propicio para hacer un examen de conciencia, para preguntarnos: ¿me he dejado llevar por mi egoísmo? ¿Me he centrado en mí mismo? ¿Estoy buscando sólo el bien para mí?: estoy dormido. En cambio si he buscado el bien para el otro, para mis hijos, el esposo a la esposa, la esposa al esposo, padres a hijos, hermanos, vecinos, los barrios, la relación social, mi servicio profesional, laboral; estoy buscando el bien para el otro o ¿me quedo encerrado en mí mismo? Nuestros problemas, en nuestro país, todo lo que está sucediendo es fruto del egoísmo, es fruto de ese encerramiento, es fruto de estar dormidos, de buscar solamente el bien para sí, descuidando el bien de los demás.
Que el Señor nos ayude a ser personas positivas, que crezcamos y nos desarrollemos en nuestras habilidades y nuestras capacidades y así transformaremos esto que parece muy difícil: cambiar nuestra sociedad en una sociedad fraterna, en una sociedad justa, en una sociedad que vive la paz, la paz de los hijos de Dios.
Que así sea.
+Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla