FIESTA DEL SEÑOR DE LAS MISERICORDIAS

December 31, 1969


FIESTA DEL SEÑOR DE LAS MISERICORDIAS

 

“A ustedes los llamo amigos, porque les he dado a conocer, todo lo que he oído a mi padre”.

Con estas palabras, Jesús nos revela dos aspectos fundamentales de nuestra vida cristiana. Él nos ha elegido, no para ser siervos, nos ha elegido para ser amigos, y los amigos son aquellos que ponen en común lo que piensan, lo que creen, lo que hacen, lo que aman. Jesús por eso nos dice que nos ha dado a conocer “todo lo que he oído a mi Padre”. Y este es el segundo aspecto fundamental: la fe no es para guardarla como un secreto a quien nadie debo revelar, la fe no es para dejarla solamente en el interior de mi conciencia, la fe es para compartirla, porque solamente así crece, solamente así se desarrolla la fe en el Dios verdadero. 

Hermanos, todos muy queridos, estamos aquí hoy  para celebrar cien años del segundo milagro, en favor de Tlalnepantla, que ha hecho el Señor de las Misericordias en estos siglos por los que nos ha acompañado. Él nos ha dado a conocer todo lo que ha oído de su Padre. Y de su Padre ha descubierto que la vida es amor, y por eso, salvó por amor a este pueblo de la destrucción injusta, pero que era una verdadera amenaza. Nosotros ¿por qué hacemos esta celebración a los cien años, si ya prácticamente no fuimos testigos de aquello que vivieron nuestros antepasados? ¿Por qué razón estamos aquí? Porque el Señor de las Misericordias, Jesucristo, el Señor de la historia, también está con nosotros, también nos llama para ser amigos, también nos quiere revelar quién es Dios, cómo es Dios, para qué nos ha creado. Él ha acompañado a Tlalnepantla en todos los momentos de alegría y de tristeza, de riesgo e inseguridad, y de firme solidez social. En todo momento ha estado con nosotros. Esta es la razón por la cual nosotros hoy estamos aquí; pero además de eso, de que cuando venimos a esta catedral vemos su imagen y nos mueve al amor, además de eso, es porque hemos sido capaces como pueblo, a lo largo de estos cinco siglos, de ir transmitiendo de generación en generación lo que han vivido nuestros antepasados. Esta fue la fórmula mágica, si la queremos llamar así, por la que el pueblo de Israel, durante 1200 años, desde la época de Abraham, Moisés, David, fueron transmitiendo a la siguiente generación, la fe que tenían en el Dios de Israel, en el Señor de la historia. Así también este pueblo, hasta ahora, ha sido fiel en transmitir la misericordia que Dios ha tenido con nosotros. El planteamiento que les hago es: ¿somos capaces de transmitirle a la nueva generación esta fe que hemos recibido, este tesoro que nos han puesto en nuestras manos? ¿Somos capaces de hacerlo con nuestros niños, adolecentes y jóvenes? Yo creo que todos los que estamos aquí, indudablemente, lo queremos hacer y lo estamos haciendo. Por eso es bueno recordar, a la luz de estas lecturas que hemos escuchado, cómo hacerlo, cómo intensificarlo, cómo garantizarlo. 

Dice la Segunda lectura del apóstol San Pablo que este es un plan de Dios y que ese plan de Dios es para beneficio nuestro, y que para ello nos ha dejado marcados con el Espíritu Santo prometido, y este Espíritu es la garantía, es nuestra herencia. Por eso lo primero que tenemos que hacer es tomar conciencia de este aprendizaje para establecer esta amistad, esta relación íntima con el Espíritu Santo, ahí está la fuerza del cristiano, ahí está  la fuerza del discípulo de Cristo, ahí está la fuerza de la comunidad de los discípulos. La relación con el Espíritu Santo. Pero para ello nos sirve reunirnos, entonces, como estamos aquí, reunirnos entorno al altar, en torno a la Eucaristía, participar de los sacramentos como lo hemos dicho cantando en el salmo: “Para darle gracias por su fidelidad y por su amor”. Las alabanzas, los cantos, juntarnos convocados por Cristo en el sacramento de la Eucaristía, para que nosotros tengamos la sensibilidad de descubrir el amor de Dios entre nosotros, descubrir que se hace presente precisamente a través de nosotros. También actuando como Jesús con nosotros, como nos dice la primera lectura: “Con  inmensa compasión y misericordia, en una gran fidelidad”. Nosotros, tenemos que manifestar este amor de Dios, y por eso al final de la lectura del Evangelio, nos decía que una cosa nos mandaba: “Ámense los unos a los otros, ámense como yo los he amado”. Así seremos los amigos del Señor  de las misericordias, el Señor de la vida y la historia. Si tenemos en cuenta el Espíritu derramado en nosotros, si crecemos en la sensibilidad para que, en los acontecimientos de todos los días, descubramos ese amor que Dios nos tiene, y a su vez, manifestarlo, dar testimonio de lo que vivimos. Habitualmente lo que nos comunican son, solamente las situaciones negativas, y entonces nos vemos influenciados a comentar y transmitir lo malo que nos sucede. Y lo bueno ¿Cuándo lo transmitimos? ¿Cuándo le pasamos al otro nuestra experiencia de vida? Aquí estamos alegres ¿Cuántos de ustedes van después a contar lo que han sentido al caminar con el Señor de las misericordias por las calles? ¿O se lo van a guardar en su corazón? ¡Hay que compartirlo! La fe que se comparte crece, la fe que se comparte se desarrolla, la fe que se comparte se transmite y se garantiza a la nueva generación. Lo que vivimos por la fe, en la fe, con la fe, no puede quedarse enterrado como ese talento de aquella parábola del Señor Jesús, tiene que producir fruto. Eso es también lo que nos dice Jesús hoy en el Evangelio que hemos escuchado: “Permanezcan en mi amor y ustedes dará fruto”. 

Hoy,  a cien años de que nuestros antepasados vivieron un hecho extraordinario porque invocaron al Señor de las misericordias y fueron salvados, hoy también nosotros, descubramos en la cotidianidad de nuestra vida, ese amor de Cristo, ese amor del Señor de las Misericordias. Pongamos en sus manos nuestras preocupaciones, participemos a los demás lo que vemos y creemos, lo que esperamos del Señor de las misericordias y veremos las maravillas que hará en medio de nosotros. Que así sea. 

 

+Carlos Aguiar Retes

Arzobispo de Tlalnepantla