“Que ninguno de ustedes endurezca su corazón”
De esta manera nos exhortaba la primera lectura, tomada de la carta a los Hebreos: que ninguno de ustedes, seducido por el pecado, endurezca su corazón, sino que hoy, abramos el corazón a Dios. Esta exhortación viene muy bien, porque constantemente, como nos dice el texto, somos seducidos a cerrar nuestros oídos y nuestro corazón a la acción de Dios. ¿Cómo sucede esto? Cuando nosotros experimentamos en nuestro interior una inquietud, buscando sea el bien de los demás, el bien de la comunidad o el bien personal, ese movimiento interior es una manera de cómo Dios nos habla; y es aquí donde nosotros podemos endurecer el corazón, porque normalmente, lo que Dios nos pide, hace o es indispensable que haya un cambio en nuestro comportamiento, o que haya un cambio en nuestro estilo de vida. Y entonces es allí donde nos seduce la comodidad, la instalación, el estar bien como estamos y no darle eco en nuestro corazón a lo que Dios nos pide.
Por eso es tan importante estar alerta a lo que el Espíritu de Dios mueve dentro de nosotros. Este es el dinamismo propio del Espíritu, es la manera como Dios actúa en nosotros, para bien nuestro y de los demás. A veces, cuando llevamos ya una tendencia natural de escuchar a Dios, puede suceder que entonces se nos presenten cosas aparentemente buenas, pero que no es lo que Dios quiere y allí, es sumamente importante que compartamos con los demás lo que Dios ha movido en nuestro interior. He aquí uno de los grandes obstáculos de la cultura en laque hemos sido educados, ya que impide que Dios actúe entre nosotros.
Nuestra manera de ser, como pueblo, es guardarnos todo lo que en la fe descubrimos en nuestro interior, no lo comunicamos ante los demás, pensamos en una relación Dios y yo, no en una relación de “nosotros” para escuchar a Dios. Esto es sumamente importante porque sólo así podremos discernir, aun de las cosas buenas que surjan en nuestro interior, cuál verdaderamente es la que Dios quiere de nosotros. Esto en la espiritualidad cristiana se llama “discernimiento”. Ese espíritu para clarificar lo que está sucediendo en nuestro interior.
Cuando no le damos ese seguimiento y acompañamiento al espíritu que nos mueve, al Espíritu de Dios que entra en nosotros, caemos en la rutina, caemos en la cotidianidad que acaba y apaga nuestro dinamismo, nuestra capacidad de donación, de generosidad, de bondad, de comprensión, todos los frutos del Espíritu de Dios se quedan ahí detenidos. Por eso hoy el texto nos insiste: “ojalá escuchen ustedes la voz del señor hoy”. En el momento en que suceda el movimiento dentro de nosotros, lo tenemos que recibir, lo tenemos que acoger, no lo podemos dejar pasar. Si hoy yo experimento una inquietud sana, una inquietud que viene de Dios, no debo desaprovechar la oportunidad que Dios me da, porque si lo cierro hoy, fácilmente lo cerraré mañana y entonces mi distancia, mi alejamiento de relación con Dios, va a endurecer mi corazón. Cuando esto sucediera, aun así, debemos recordar la palabra del profeta Ezequiel: “si tu corazón se ha vuelto de roca –que ya no es sensible a las necesidades de los demás, entonces–, pide el Espíritu del Señor para que te vuelva a transformar el corazón de piedra en corazón de carne”.
Ustedes que están aquí delante de mí, niños y niñas, me alegro mucho de que participen; porque están en la edad oportuna, desde pequeños escuchar a Dios, y va a hacer maravillas con ustedes. Ustedes los que ya son mayores, que ya llevan un camino andado, también es muy importante abrir nuestro corazón a Dios. Esta comunidad de San Pedro, está llamada a ser una comunidad cristiana por su historia, por generaciones, pero si no escuchamos la voz de Dios, puede detenerse la transmisión de la fe a las siguientes generaciones. Que abramos el corazón es lo que pediremos ahora en la Eucaristía. Como le pidió aquel leproso a Jesús: “Señor, sáname…” quítame la lepra, tu lo puedes Señor.
También a nosotros, estos pequeños endurecimientos o grandes durezas de corazón que se hayan presentado entre nosotros, pidámoslo en esta Eucaristía como lo pide el hombre leproso a Jesús: “si tu quieres puedes curarme. Jesús le dijo –y hoy nos dice a nosotros– si quiero, sana”. Hermanos para eso es esta Eucaristía, para refrescar nuestra salud espiritual, para volver siempre con el corazón abierto a la palabra de Dios. Que en cada uno de nosotros se opere esta gracia que solo es divina en un corazón humano. Que así sea.
+Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla