“Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”
En este domingo, la liturgia nos presenta la fiesta del Bautismo de Jesús, tal como lo hemos escuchado en la lectura del evangelio que se nos acaba de proclamar. Jesús baja al río Jordán, donde Juan está bautizando, y se presenta ante él para recibir el bautismo que predicaba Juan. Con esta fiesta la liturgia cierra el ciclo del tiempo de la Navidad; hoy culminamos el misterio de la encarnación, del Dios hecho hombre.
¿Para qué envió Dios a Jesús? Lo vemos ahora ya un hombre crecido, suficientemente maduro y consciente, y llega ante Juan Bautista que ha estado predicando la conversión de los pecados, diciéndoles que, siendo bautizados por él, recibirían el perdón de sus faltas: “Yo los bautizo con agua –dice Juan– pero él –refiriéndose a Jesús– los bautizará con el Espíritu Santo”.
¿Qué bautismo hemos recibido nosotros? ¿El de Juan, hemos sido bautizados en nombre de Juan Bautista? ¿O el de Jesucristo? Hemos sido bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; hemos recibido un bautismo por medio del agua, –el sacerdote que nos bautizó, derramó en nosotros agua– entonces por qué decimos que hemos recibido el bautismo en nombre de Cristo ¿Cuál es la diferencia entre el bautismo que recibe Jesús y el bautismo que recibimos nosotros? ¿Es exactamente el mismo? Nosotros, por el bautismo decimos que, recibimos la adopción de ser como Cristo, hijos de Dios, somos incorporados a la familia de Dios ¿Ese fue el bautismo de Jesús? ¿No era ya él hijo de Dios? Él no recibió por el bautismo de Juan la filiación divina, lo dice el mismo texto que acabamos de escuchar: se oyó una voz de los cielos que decía, “este es mi Hijo muy amado”. Por eso es interesante entender nuestro propio bautismo. El bautismo de Juan era para perdonar los pecados; el que da Jesús es para entregar el Espíritu Santo.
Perdonar los pecados. Necesitamos nosotros ser perdonados de nuestros pecados, somos pecadores, nos confesamos cada vez que iniciamos una Eucaristía: yo confieso ante Dios… Reconozco mi fragilidad humana, soy débil, caigo en la tentación, necesito el perdón de los pecados; pero también he sido bautizado en el nombre de Cristo, he sido bautizado en el nombre del Espíritu Santo, no me quedo solamente en la dimensión del bautismo de Juan, sino que entro de lleno en el bautismo de Cristo, el cual incorpora los dos aspectos: el perdón de los pecados y la fuerza del Espíritu Santo. Nosotros hemos sido bautizados en el agua y en el Espíritu. Hemos sido bautizados en el agua para que nuestros pecados sean perdonados; pero hemos sido bautizados, al mismo tiempo con la fuerza del Espíritu, para ser transformados. Por eso es tan importante descubrir esta perspectiva en el bautismo de Jesucristo, de esta dimensión del bautismo de Cristo.
¿Qué quiere Dios de nosotros? fíjense lo que dice la primera lectura, a propósito de su siervo que lo vemos cumplido en Jesucristo: “Miren a mi siervo… E n él he puesto mi espíritu… él no romperá la caña resquebrajada, no apagará la mecha que aún humea”. ¿Quién es la caña resquebrajada? ¿Quién es esa mecha que aún humea? Cuando nosotros caemos en el pecado, somos esa caña resquebrajada, somos esa mecha que todavía cree en Dios, que confía en él, pero que está fracturada, resquebrajada, pero aún humeante. Por el bautismo de Cristo nuestra caña, que somos frágiles, se restablece; nuestro espíritu que es flaco y débil, se fortalece y no sólo humea, sino que vuelve a tener el vigor y la fuerza del fuego, de la pasión, del amor.
Cristo no sólo perdona nuestros pecados, que ya es una gran cosa –cuando ustedes reciben el perdón de alguien a quien ofendieron, es una gran reconciliación que nos deja paz; pero también nos deja humillados, nos deja con ese remordimiento de cómo fue que caí en esa falta–. Por eso no solamente Cristo nos da el perdón de los pecados, sino también la fuerza del Espíritu Santo para transformarnos, para restaurarnos, para reformarnos, para que no seamos caña resquebrajada ni solamente mecha que humea, sino mecha que vuelva a tener la fuerza de iluminar, la fuerza de purificar, la pasión de la vida. Cristo no solamente me da el perdón de los pecados, sino que me da el Espíritu para hacerme un hombre nuevo, para transformarme, para cambiar, por eso es tan hermoso el bautismo de Cristo y supera al bautismo de Juan; por eso Pedro, en la segunda lectura, lo dice con gran claridad: que Dios no hace distinción de personas, ofrece su gracia a todos, aun aquel que siente que ya no tiene perdón para su culpa, que siente que ya no puede renovarse, aun aquel que se siente en lo más profundo, que ha caído en lo más bajo. Aun ese tiene la posibilidad de acercarse a Cristo y ser perdonado y transformado. Este es el poder del Espíritu Santo que nos da Jesús de Nazaret. Y eso es lo que celebramos hoy en el Bautismo de Jesús.
Hermanos por eso el misterio de la Encarnación, que hemos celebrado en esta Navidad, no puede quedarse como algo nostálgico, de una celebración más que ya pasó, no. Esa celebración de la Navidad tiene que prolongarse ahora en una experiencia de vida, de cercanía con el niño que ha nacido, con el hombre, Jesús de Nazaret, que está a tu lado, que te acompaña, como nos dice la primera lectura: “Yo, el Señor, fiel a mi proyecto, fiel al designio de salvación, te llamé, te tomé de la mano, te he formado y te he constituido alianza de un pueblo, luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos –de esos que no ven a qué han venido al mundo–, para que ilumines a aquellos que están en tinieblas, para que saques a los que están cautivos –adictos a las drogas, adictos al placer, al sexo, a todas esas esclavitudes–, tú con tu testimonio, con la presencia de Cristo en ti, los harás que descubran de nuevo la libertad y la razón de nuestra vida. Por eso prolongamos el gozo de la Navidad, prolongamos la alegría de la salvación, por eso celebramos así esta fiesta del Bautismo del Señor, con una gran esperanza: en que toda caña resquebrajada y toda mecha que aún humea, sea restablecida y vuelva a tener la fortaleza y la pasión propia que nos da el Espíritu Santo.
Que así sea.
+Carlos Aguiar Retes
Arzobispo de Tlalnepantla